No, señores y señoras: no se recorta el presupuesto de Cultura y Educación para inyectarle recursos a Seguridad. En la antología universal de las malas ideas, esta es, sin duda, una de las peores que hayan sido propuestas. Un acto de mero oportunismo político, que busca captar la aprobación del pueblo mediante una medida visible, conspicua, espectacular, un gesto que todos, deslumbrados, corramos a aplaudir.
Por supuesto: el país atraviesa una crisis sin precedentes en los índices de criminalidad y de inseguridad ciudadana, así que, ¿qué podría ser más teatral y más circense que llenar las calles de policías, de patrullas, de garridos agentes de inteligencia -ojalá todos parecidos a Sean Connery-, de helicópteros, de brigadas de choque, de panzers? ¡Por Dios! ¡Apenas bueno para series televisivas como “New York P.D.”, “Las calles de San Francisco”, o “S.W.A.T”! Y claro, ganarse así algunos puntillos con el electorado, con miras a la próxima campaña presidencial. Pero resulta que la realidad del país no es Hollywood. La criminalidad no se combate con “Special weapons and attack tactics”. Como asertóricamente escribe don Óscar Arias en artículo reciente: “las armas sólo sirven para matar, punto”.
No niego que a nuestras fuerzas policiales les falten recursos, profesionalización y modernización. Pero el crimen no se combate llenando la ciudad de policías. No son parches, lo que necesitamos. No son “operativos” y maniobras pirotécnicas -con música de fondo, en el mejor estilo de Indiana Jones- destinados a impresionar a la ciudadanía. Eso podrá funcionar a corto plazo. Jamás a largo plazo. Ese largo plazo fatídico para el que los costarricenses no tenemos sensibilidad alguna. La falta de visión, la incapacidad para ver las cosas de manera panorámica, en su decurso histórico.
No hay más que una manera de combatir la criminalidad: invirtiendo en el ser humano. Educando. ¿Qué es educar? Generar conciencia, pensamiento crítico, cimentar una axiología ética, estimular la capacidad de análisis, darles a las personas los instrumentos intelectuales necesarios para elegir entre el bien y el mal –asumiendo, como fundamento universal, que malo será todo aquello que hiera al ser humano en su integridad física y síquica.
Decía Platón que el origen de todo mal radicaba en la ignorancia. No significaba con ello que la persona carente de escolaridad sea inherentemente mala, sino que, en el fondo de la maldad, se esconde siempre un razonamiento incorrecto, un modo de ver la vida incorrecto, una manera de buscar el bien personal por sobre el bien común (el bonum communis, de Tomás de Aquino) que, por egoísta y miope, termina por conspirar contra sí misma. Porque en esto consiste el gran error del criminal: en creer que puede herir a la sociedad sin destruir, a largo plazo, su propio “paraíso”. Todo lo que le infligimos al mundo, nos lo infligimos a nosotros mismos. Pero de eso hay que tener conciencia, y no otra es -repito- la función primordial de la educación y la cultura.
El 2 de diciembre de 1993 es abatido Pablo Escobar, “el Zar de la coca”, “El duro”, “El capo”, “Don Pablo”, el padre del narcoterrorismo, con sus veinticinco mil millones de dólares, uno de los diez hombres más ricos del mundo. “Dueño” de Santo Domingo, suburbio de Medellín habitado por un millón y medio de almas. En su haber: cientos de coches bombas, atentados aéreos, asesinato de periodistas y candidatos presidenciales, soborno de políticos, diseminación estratégica de sicarios a través del mundo entero. Cierto: la estocada final fue asestada por el “Bloque de búsqueda” de la Policía Nacional de Colombia, asistida por el Cuerpo Antidrogas de los Estados Unidos, y con tecnología de rastreo francesa y británica. Y claro que para esto fueron necesarios recursos económicos. Pero lo que mucha gente no sabe es que el imperio de Escobar ya había sido socavado por el alcalde de Medellín, quien, siguiendo una iniciativa puesta en práctica años antes por la sociedad civil de Bogotá, había iniciado en el corazón mismo de Santo Domingo, un programa de creación de bibliotecas ultramodernas, de parques culturales, de orquestas y bandas sinfónicas, de grupos de danza y de teatro populares, de escuelas y academias que hacía mucho ya habían generado en la comunidad un sentido de responsabilidad social e histórica. Este es el modelo que debemos emular. Este y no otro. Aprendamos de quienes han sido exitosos, no de los demagogos y los vendedores de “quick fixes”, de soluciones rápidas y efectistas –que no es lo mismo que efectivas.
En setiembre pasado algún político con veleidades de “salvador de la Patria” propuso asestarle un zarpazo presupuestario a los ministerios de Cultura y Educación -entre otros- para fortalecer Seguridad. Su argumento (su paralogismo, más bien: esto es, un razonamiento basado en la falsa lógica) fue que, cuando hay estrechez económica, lo primero que en una mesa se recorta es el postre, no ciertamente el plato fuerte. Porque claro, la cultura y la educación son siempre los “postres” en la dieta de una sociedad, ¿no es cierto? Lo prescindible, lo que nunca es perentorio. ¡Qué error descomunal! ¡Una y otra vez probado tal, cuando se analiza la historia de las civilizaciones! Pero su extorsión no fue aceptada. Ello por dos razones: la posición firme y preclara de la presidenta Chinchilla, y las gestiones del Ministro de Cultura, Manuel Obregón, ante la Comisión Permanente de Asuntos Hacendarios de la Asamblea Legislativa. Fue un gran gesto. Un gesto de gran gobernante, de lúcido y valiente ministro. En el mejor estilo del “para qué tractores sin violines”, de José Figueres.
El Ministerio de Cultura trabaja con menos del 1% del presupuesto nacional, y le genera al país el 6,3% de su producto interno bruto. Los países centroamericanos le asignan, en promedio, de un 3% a un 4% de su presupuesto a cultura, y esta les reditúa entre un 7% y un 9% de su economía. Brasil invierte en cultura un 4%, y recibe en cambio un beneficio del 11%. La cultura es, en Estados Unidos, (que no tiene ministerio de cultura, sino el National Endowment for the Arts) el mayor generador de riqueza, por encima de la industria bélica. Francia es un país que vive, fundamentalmente, de su acervo cultural (que incorpora el de otros países, pero eso es lo propio de cualquier nación multicultural).
La cultura es rentable, ya lo creo que sí. Pero, ¿saben ustedes una cosa? No es por eso que debemos defenderla, y esto es lo que urge entender. Aun cuando no derivásemos de ella un céntimo, la cultura y la educación son intocables, porque constituyen la definición misma del ser humano, porque son parte de nuestra estructura antropológica. Somos seres generadores de pensamiento, transmisores de conocimiento, y cultores de la belleza. Y eso no se puede decir de los ornitorrincos o los dragones de Komodo. Es nuestra especificidad como seres humanos, la que está aquí en juego. Lo que nos hace diferentes de las demás especies que alientan sobre la faz del planeta. Somos criaturas lúdicas, productoras de belleza -sin ella, contrariamente a lo que algunos creen- no podríamos vivir.
Experimentamos sed de belleza, la necesitamos, nos rodeamos de ella, la fabricamos por doquier: no sólo somos el homo faber o el homo sapiens: somos también el homo esteticus. Así que, rentables o no, educación y cultura son valores que debemos defender a capa y espada. No se negocia con ellos. Son, en el más puro sentido de la palabra, sagrados. Sagrados por cuanto específica -y exclusivamente- humanos. Y humanos por cuanto sagrados. Invirtamos en cultura y educación, y combatiremos el crimen, el narcotráfico, la violencia desde la raíz misma. No nos extenuemos cortando una y otra vez las proliferantes excrecencias de la mandrágora: descuajemos la cepa entera. La cultura de la paz es absolutamente inconcebible sin la cultura del pensamiento y de la belleza.