En noviembre de 1985, durante su primera cumbre en Ginebra, el presidente estadounidense Ronald Reagan y el presidente soviético Mijail Gorbachov se escabulleron de los actos oficiales para hablar en privado. Solo años más tarde supimos de qué hablaron. Gorbachov le contó al presentador Charlie Rose que Reagan le había hecho una pregunta sorprendente: “¿Qué haría usted si Estados Unidos fuera atacado repentinamente por alguien del espacio exterior? ¿Nos ayudaría?”. Gorbachov contestó “Sin duda”, a lo que Reagan respondió “Nosotros también”. Aunque las dos superpotencias estaban inmersas en una carrera de armamento nuclear y se miraban fijamente de un lado y otro de Europa, aún podían imaginar unirse contra una amenaza existencial común.
Cuatro décadas después, la humanidad se encuentra atrapada en otra carrera armamentística. El Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo informa que el gasto global en defensa alcanzó la cifra récord de 2,7 billones de dólares en 2024 -un aumento ajustado por inflación del 9,4% respecto al año anterior-. Tras nueve años consecutivos de incrementos del gasto, esta alza no tiene precedentes desde el final de la Guerra Fría, y hay pocos indicios de que vaya a desacelerarse. Decenas de países están ampliando sus ejércitos y cada vez son más los gobiernos que se comprometen a aumentar sus presupuestos de defensa a largo plazo.
Las razones son muchas, y algunas comprensibles. Además de la guerra de Rusia en Ucrania, hay tensiones crecientes en el este de Asia y en Oriente Medio, así como vulnerabilidades en el ciberespacio y el espacio. Pero lo más importante es que esta escalada refleja el colapso de la globalización tal y como la conocíamos -es decir, un orden basado en reglas y anclado en el multilateralismo, el comercio abierto y la cooperación internacional.

Es fácil olvidar lo diferente que era el clima hace tan solo diez años. En 2015 -el punto álgido de la última oleada de globalización- los líderes mundiales alcanzaron tres acuerdos históricos: la Agenda de Acción de Addis Abeba sobre financiación del desarrollo, los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas y el acuerdo climático de París. El presidente chino, Xi Jinping, y el presidente estadounidense, Barack Obama, se estrecharon la mano en Washington, señalando -al menos para muchos observadores- que se acercaba una nueva era de globalización sostenible, inclusiva y resiliente.
Sin embargo, el optimismo resultante fue efímero. En pocos años, las guerras comerciales, las políticas nacionalistas y nativistas y las rivalidades geopolíticas minaron el consenso anterior. Hoy, los aranceles, las subvenciones, las políticas industriales, las crisis de refugiados y la nueva carrera armamentística dan fe de un mundo en el que la cooperación ha perdido su brillo. Como sostiene el historiador francés Arnaud Orain, la teoría del “fin de la historia” ha dado paso a un mundo concebido nuevamente como finito -como un pastel que hay que dividir, en lugar de agrandar-. Según esta mentalidad, lo mío es mío y lo tuyo es negociable.
Ahora bien, las amenazas existenciales que inspiraron el experimento mental de Reagan siguen aquí, y son más acuciantes que nunca. El cambio climático, el colapso de los ecosistemas y el aumento de las desigualdades sociales nos ponen a todos en peligro. Se las ha documentado exhaustivamente, sus consecuencias ya son visibles y las estrategias para hacerles frente se han elaborado en innumerables documentos de políticas e informes de expertos. Sin embargo, siempre se las considera secundarias frente al miedo inmediato a la agresión de los vecinos o rivales.
Los historiadores del futuro -si es que la profesión sigue existiendo- se preguntarán por qué, a mediados de la década de 2020, el Homo sapiens dedicó recursos sin precedentes a prepararse para luchar entre sí, mientras descuidaba la acción colectiva contra amenazas planetarias evidentes. Las sumas en juego son asombrosas. Los casi 3 billones de dólares dedicados anualmente a defensa podrían cubrir una parte significativa de las inversiones necesarias para descarbonizar nuestras economías, adaptarnos al cambio climático y preservar la biodiversidad.
En lugar de extender la lógica cooperativa de la globalización a la supervivencia planetaria, la estamos rediseñando con muros, aranceles y armas. Podría darse en llamar “globalización de alambre de púa”. La humanidad seguirá siendo interdependiente, pero las relaciones no se gestionarán con instituciones comunes sino a través de esferas de influencia. Mientras tanto, el planeta se alejará de la conciencia política.
Como advirtió Sófocles, “el mal a veces puede parecerle bien a aquel cuya mente los dioses llevan a la perdición”. Es una locura obsesionarse con el poder geopolítico relativo ignorando la realidad absoluta de las fronteras planetarias. Para que haya esperanza, debemos inventar algo nuevo: no la globalización, sino la “planetarización” -el reconocimiento de que preservar nuestro mundo frágil es la condición previa para todo lo demás-. Las próximas reuniones, como la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) en Belém, Brasil, ofrecen oportunidades para avanzar en esta perspectiva, incluso después de las negociaciones decepcionantes de este año sobre los plásticos en nuestros océanos. Pero la ventana se está cerrando.
Algunos argumentarán que el panorama no es tan sombrío, porque la humanidad está viviendo un período extraordinario de innovación científica y tecnológica. Dados los avances en inteligencia artificial, biotecnología, energías renovables y materiales avanzados, ¿por qué no confiar en el ingenio humano para salir adelante?
El contraargumento es aleccionador. Hace un siglo, los descubrimientos revolucionarios en física, química y medicina también prometían un futuro dorado, que desembocaría en lo que los franceses llamaron los “30 años gloriosos” tras la Segunda Guerra Mundial. Pero antes de llegar allí, el mundo tuvo que pasar por una depresión devastadora, el fascismo y una guerra global librada con esas nuevas tecnologías. El Proyecto Manhattan produjo armas nucleares antes de que la energía contenida en el átomo se utilizara con fines civiles; la ciencia que nos dio el fertilizante moderno también creó armas químicas.
Hoy, la inteligencia artificial y otros avances podrían transformar la sociedad. Pero si la historia sirve de guía, las aplicaciones militares superarán a los usos civiles. Como siempre, deberíamos “seguir el rastro del dinero”: los presupuestos de defensa eclipsan las inversiones climáticas. El peligro no es que la tecnología fracase, sino que se utilice primero para el conflicto, no para la supervivencia colectiva.
A diferencia de otros puntos de inflexión históricos, éste no ofrece segundas oportunidades. Los recursos son finitos, el presupuesto de carbono se reduce a pasos acelerados y los límites planetarios están bajo presión. La elección es clara: la globalización puede reorganizarse en un conjunto militarizado de bloques políticos, donde los recursos se consuman en guerras comerciales, guerras culturales y guerras reales, o podemos abrazar la “planetarización” y empezar a buscar estrategias para sobrevivir juntos con dignidad.
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El autor es exdirector gerente del Banco Mundial, presidente del Consejo Asesor de Project Syndicate, CEO, fundador de Blue like an Orange Sustainable Capital, y autor de Can Finance Save the World? (Berrett-Koehler, 2018).