Estamos tan acostumbrados a que los aspirantes a autócratas ataquen a las universidades que casi nunca nos paramos a preguntar por qué. Pero contraatacar a los autoritarios exige comprender sus motivaciones y estrategias. Los dirigentes universitarios, en particular, deberían estar mejor preparados para coordinar la resistencia en todas las instituciones de enseñanza superior y garantizar la cohesión interna del profesorado. De lo contrario, los autócratas podrían conseguir enfrentar entre sí a las distintas partes del mundo académico.
Un tipo de ataque a las universidades se ha vuelto deprimentemente familiar en parte porque es muy fácil de copiar para los populistas de extrema derecha: una guerra cultural dirigida a temas y programas académicos específicos como “diversidad, equidad e inclusión”. Se puede criticar la aplicación de la DEI sin respaldar la afirmación de la extrema derecha de que equivale a discriminar a los hombres blancos, y sin aceptar la noción manifiestamente falsa de que los profesores de izquierdas adoctrinan exhaustivamente a sus inocentes pupilos.
Tales afirmaciones son los cimientos de un puente que la extrema derecha espera tender a los ciudadanos que se consideran centristas. Cuando está en el poder, la extrema derecha se ha apropiado del lenguaje de la “libertad”, pero en realidad hace que la vida académica no sea libre. En Estados Unidos, por ejemplo, las leyes ideadas por los republicanos restringen qué asignaturas pueden impartirse y cómo; del mismo modo, el gobierno húngaro ha prohibido totalmente los estudios de género.
Pero es un error pensar que otras partes de la universidad están a salvo si se hacen concesiones a la agenda de la guerra cultural, porque los aspirantes a autócratas -que es en lo que siempre se convertirán los políticos de extrema derecha si tienen suficiente poder, tiempo y recursos- no pueden tolerar instituciones independientes. Las universidades ofrecen potencialmente espacios seguros para el debate político abierto y la coordinación de la oposición. Sirven como lo que Vicki C. Jackson llama "instituciones del conocimiento“, que producen conocimientos especializados que podrían servir de base para criticar a los gobiernos. Y, en general, fomentan lo que Robert C. Post, de la Facultad de Derecho de Yale, denomina ”competencia democrática" entre los ciudadanos.
Así pues, no es casualidad que los aspirantes a autócratas apunten a la enseñanza superior, tanto para impedir que esas instituciones se conviertan en focos de resistencia como para garantizar su propia influencia a largo plazo sobre los contenidos educativos y la cultura pública. Su estrategia preferida hoy en día es el "legalismo autocrático“: sustituir las leyes aprobadas de manera formalmente correcta por ataques violentos susceptibles de generar rechazo y pérdida de reputación entre los observadores nacionales e internacionales.
Hungría vuelve a ser un ejemplo paradigmático. Al convertir muchas universidades en fundaciones, el Primer Ministro Viktor Orbán supuestamente las hizo menos dependientes del Estado. En realidad, todas han acabado siendo controladas por sus compinches. Lo mismo puede decirse de las nuevas instituciones lujosamente financiadas, creadas paralelamente al sistema de enseñanza superior existente. Estos "castillos del pensamiento antiliberal" están, en última instancia, al servicio del régimen.
Los autócratas también pueden obtener una ventaja sembrando la incertidumbre dentro de las instituciones, de modo que los profesores nunca sepan muy bien dónde terminan la enseñanza y la investigación normales y dónde empiezan las áreas que el Estado podría atacar de repente. Esta noción de "Estado dual" -sugerida inicialmente por el teórico del derecho Ernst Fraenkel para dar sentido a la Alemania nazi de los años treinta- describe la estrategia del gobierno chino con respecto a Hong Kong a través de su “Ley de Seguridad Nacional”. Cuando la gente nunca puede estar segura de lo que está permitido, la autocensura se convierte a menudo en la norma.
Pero la represión no tiene por qué limitarse a un territorio. Los críticos en el extranjero también pueden ser objeto de acoso online y físico por parte de sus compañeros cuando se pasan de la raya. Las autocracias no solo se copian unas a otras, sino que también traspasan fronteras con actos cada vez más frecuentes de represión transnacional.
Entonces, ¿cuál es la mejor manera de contraatacar? Para empezar, las universidades deberían ser más proactivas. Incluso en países que siguen siendo democracias estables, como Alemania, la extrema derecha ya está apuntando a la enseñanza superior con peticiones oficiales de información sobre estudios de género y postcoloniales. El mundo académico no debería permitirse estar siempre a la defensiva. Por el contrario, los líderes académicos deben anticiparse a los distintos escenarios antes de que se produzcan los ataques.
Los rectores universitarios también deben tener listo un plan para coordinarse con sus homólogos. Una de las lecciones más descorazonadoras del asalto de MAGA a la educación superior ha sido la incapacidad de las universidades para formar un frente unido en defensa de la libertad académica. La resistencia es un juego de coordinación, y muchos no han sabido jugarlo bien. Como resultado, los trumpistas pueden dividir y gobernar a través de "acuerdos" individuales que dejan a quienes los aceptan a merced del gobierno federal.
La cohesión interna también es crucial. Esto no significa que el profesorado deba estar de acuerdo en todo; pero sí que las universidades deben averiguar cómo evitar fracturas fatales. La administración Trump ha buscado claramente enfrentar a los científicos naturales con las humanidades y algunas ciencias sociales, incentivando a los primeros a presionar a los segundos para que hagan concesiones a fin de que se pueda restablecer la financiación para el trabajo crítico de laboratorio. Afortunadamente, la solidaridad interna ha prevalecido en gran medida en estos casos, hasta ahora.
Los rectores de las universidades también deben dirigirse al público y defender la contribución de sus instituciones a la sociedad. Es cierto que esto es más difícil en países donde los aspirantes a autócratas ya han capturado a los medios de comunicación independientes, y se corre el riesgo de convertir temas académicos importantes pero esotéricos en juguetes de la opinión pública. Pero la universidad no solo se dedica a producir y difundir conocimientos. También se dedica a la aparentemente inútil tarea de preservar conocimientos que, de otro modo, podrían perderse para siempre. Al hacerlo, proporciona un bien público.
Por último, la propia ley puede ofrecer una defensa, en lugar de convertirse en un arma de legalismo autocrático. Allí donde la libertad académica no está constitucionalizada explícitamente -como en Francia-, las protecciones deben codificarse y solidificarse. Y allí donde las instituciones supranacionales puedan ganar influencia -piénsese en la Ley del Espacio Europeo de Investigación que se debate actualmente en la Unión Europea-, la ley no sólo debería tener por objeto aumentar la inversión y la movilidad de los investigadores, sino incluir sólidas salvaguardias de la libertad académica.
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El autor es catedrático de Política en la Universidad de Princeton.