La democracia está en problemas. Van nueve años consecutivos en los que son más los países que experimentan un retroceso de las instituciones democráticas que aquellos en los que mejora; es el declive más prolongado en medio siglo. En todo el mundo, los ciudadanos están perdiendo la fe en la democracia, y los demagogos se aprovechan de su desilusión.
Uno de los factores detrás de esta creciente crisis de la democracia es la falsa noción de que los derechos políticos y el bienestar socioeconómico son bienes separados o incluso contrapuestos. En realidad, la historia hace pensar lo contrario: los países que protegen los derechos políticos y las libertades son los que logran prosperidad duradera. La experiencia de los autores al frente de diversas administraciones nacionales e internacionales nos enseñó que para que la democracia y el desarrollo sean sostenibles, deben ser objetivos simultáneos.
El desarrollo compartido consiste en última instancia en extender el alcance de las libertades y de la autonomía de las personas, de modo que no es factible si no tiene como núcleo la democracia. No es sólo una cuestión de principios, es un hecho práctico. No es casualidad que sean democracias 27 de los 30 países mejor situados en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas. Cuando la gente puede elegir con libertad a sus dirigentes y exigirles rendición de cuentas, es más probable el logro de un crecimiento sostenible e inclusivo. La pauta resulta todavía más clara en el área de la igualdad de género. La mitad de los regímenes autoritarios (contra sólo el 3% de las democracias) obtienen muy malos resultados en este indicador. Ninguna sociedad puede prosperar manteniendo a la mitad de su población reprimida.
Los ganadores del Premio Nobel de Economía 2024 (Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson) han mostrado de qué manera la gobernanza democrática potencia la innovación, protege las inversiones y mejora la supervisión y la responsabilidad en las finanzas. Las democracias no sólo salvaguardan derechos: también ofrecen resultados.
Pero aquí estamos. A menos de cinco años del plazo de 2030 para cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible, seguimos discutiendo formas de gobernanza en vez de hacer lo que ya sabemos que funciona. Por ser la democracia el motor más fiable del desarrollo, los gobiernos y las instituciones multilaterales deberían promover con la misma intensidad los derechos civiles y políticos, por un lado, y los derechos sociales y económicos, por el otro.
Por supuesto que a pesar de nuestra firme confianza en el papel central de la democracia para el desarrollo, no ignoramos sus deficiencias. En países ricos y pobres por igual, la salud de la democracia suele verse como una cuestión lejana que implica procesos abstractos y teatro político, cuando lo que más preocupa a la gente es la necesidad de sentirse segura en sus hogares, que los alimentos y la atención que necesitan sus familias sean asequibles y saber que los hijos tendrán un futuro mejor que los padres. Cuando se percibe que la democracia no brinda estos elementos básicos, surgen el malestar y el desencanto.
Son ideas justificadas en un mundo donde según algunas mediciones, el 1% más rico posee más riqueza que el 95% más pobre. Ante disparidades tan flagrantes, no sorprende que tanta gente esté dispuesta a seguir al primer demagogo que aparezca con promesas de cambio radical. Si no enfrentamos la desigualdad en alza y la sensación de injusticia que provoca, la democracia seguirá sufriendo los efectos.
Una democracia afirmada en el desarrollo humano debe mostrarse capaz de ofrecer resultados justos y equitativos a las personas a cuyo servicio está. Esto implica generar beneficios concretos, desde mejorar el acceso a atención médica y oportunidades educativas hasta proteger la libertad de expresión y los derechos laborales. Felizmente, esta idea de la democracia centrada en el ser humano ya es visible en iniciativas como la campaña #KeepDemocracyAlive de la Coalición por la Democracia Global.
La alineación de democracia y desarrollo debe extenderse también al sistema multilateral. Por las transformaciones económicas, sociales y políticas del último siglo, muchas organizaciones internacionales ya no están a la altura de las necesidades actuales ni alineadas con las nuevas configuraciones globales. Las potencias emergentes del sur global tienen razón al exigir una reforma del orden económico y político mundial. La justicia en la representación y en el reparto de poder en instituciones multilaterales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y (sobre todo) el Consejo de Seguridad de la ONU no sólo es una necesidad muy postergada, sino también un requisito esencial para alentar modalidades de cooperación que beneficien a todos.
Cuando la democracia y el desarrollo se refuerzan mutuamente, los resultados son transformadores. Las libertades democráticas empoderan a los ciudadanos, mejoran la inclusión social y estimulan el crecimiento económico. El desarrollo, a su vez, refuerza la credibilidad de los gobiernos democráticos y la confianza en ellos. Para sostener el progreso humano en una era de cambio radical e incertidumbre, la democracia y el desarrollo deben ir de la mano.
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Aminata Touré, ex primera ministra de Senegal, es alta representante del presidente senegalés y miembro del Club de Madrid. Kevin Casas-Zamora, exvicepresidente de Costa Rica, es secretario general del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral.