Crecer en momentos de crisis implica asumir la responsabilidad institucional de transformar la gestión de cara a las necesidades ciudadanas pero sobre todo de cara a un fortalecimiento del contrato social para promover mayor credibilidad, confianza y legitimidad de la gestión política.
En Costa Rica nos encontramos ante un sonambulismo institucional muy cómodo que está desaprovechando una oportunidad de oro para la transformación en momentos de crisis donde la sociedad requiere respuestas institucionales oportunas.
Estamos ante una oportunidad sistémica para evolucionar y transformar las insitituciones públicas, modernizando sus servicios para fortalecer su gestión. No obstante, un reciente estudio de la Contraloría General de la República evaluó la respuesta institucional de 90 instituciones estatales donde el resultado es deprimente: solamente una de las instituciones se encuentra en el nivel óptimo de dar respuesta a la ciudadanía en esta situación de crisis.
La implementación de pocas o aisladas acciones de respuesta institucional, colocan a 82 de las 90 instituciones evaluadas en niveles deplorables o según cita el estudio con un “amplio margen de mejora”.
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Para muestra muestra dos ejemplos de instituciones públicas ineficientes en estos tiempos de pandemia -y que por alguna razón quedan fuera del estudio antes citado-. Por un lado tenemos una Autoridad Regulatoria de Servicios Públicos (Aresep) cuya función se ha enfocado en se limita a establecer tarifas de los servicios públicos, y que poco protagonismo ha tenido en cuanto a velar por la calidad de la prestación de esos servicios, máxime en momentos donde esto es fundamental para la contención de la pandemia. Por otro lado, tenemos una Defensoría de los Habitantes cada día más ausente e invisible hacia los abusos sistemáticos de algunas instituciones y autoridades de turno por estar sumergida en sus propias zancadillas y deslegitimación política.
No es de sorprender entonces, que en Costa Rica -al igual que en Latinoamérica- las instituciones históricamente peor evaluadas por la ciudadanía han sido la Asamblea Legislativa, los partidos políticos y el gobierno; manteniéndose además una tendencia creciente sobre la percepción de corrupción y reflejando una relación inversamente proporcional con la insatisfacción hacia el sistema democrático.
En contextos de emergencia como la actual es fundamental la modernización de las instituciones públicas. Nos encontramos ante un escenario de cambio que exige la transformación del Estado para reducir los riesgos, generar escenarios institucionales de contención social y reactivación económica y sobretodo que permita sentar las bases para fortalecer un nuevo pacto social.
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Es hora de hacer un alto en el camino y orientar el rumbo de las instituciones públicas que deben estar al servicio de la ciudadanía y no para servirse. Esto implica, además de liderazgo, un proceso de toma de decisiones oportuno, ágil y estratégico.
Legitimidad
Enfrentar los retos multidimensionales que trajo consigo la pandemia requiere de un Estado eficiente y de instituciones robustas. Franklin D. Roosvelt, ex presidente de los Estados Unidos decía que en la vida hay algo peor que el fracaso y es precisamente no haber intentado nada. Lamentablemente en nuestro país hace mucho nos encontramos sobreviviendo con los réditos de una generación política visionaria que tuvo la valentía de impulsar, hace más de medio siglo, las reformas de Estado de las que hoy día, aún gozamos.
En la actualidad, la deslegitimación de las autoridades que está directamente relacionada con su falta de liderazgo, obliga a los funcionarios públicos a asumir un papel responsable y proactivo en cuanto a la transformación institucional y la modernización de la prestación de los servicios públicos.
Las brechas sociales y económicas que son agudizadas por la pandemia pone de manifiesto la imperante necesidad de poner al ciudadano en el centro de la gestión política y escuchar activamente la experiencia ciudadana para mejorar y agilizar la respuesta institucional hacia las demandas. La somnolencia y la mediocridad en el servicio público debe ser sujeto a una reingeniería de procesos que de luz al dinamismo, la eficiencia y la satisfacción ciudadana.
Pensar en una modernización de las instituciones públicas necesariamente es hablar de una intervención al virus burocrático que nos tiene consumidos en un coma institucional y que a penas ha dado incipientes pasos hacia la digitalización.
Es fundamental una política de Estado y una entidad rectora con las competencias y los recursos para potenciar ese salto tecnológico de las instituciones, así como el proceso de educación ciudadana que permita un cambio social en torno a un nuevo paradigma de la gestión pública.
Esto se traduciría no solo en aumento de la productividad y satisfacción hacia las instituciones públicas, sino también en una evolución del Estado hacia la transformación y la respuesta a tendencias, políticas, sociales y económicas que no pueden dar más margen al letargo y mediocridad de jerarcas consumidos en sus escritorios al vaivén de la inercia de los 4 años en que han sido nombrados.
Hablar de esta transformación también implica el compromiso y responsabilidad ciudadana de vigilar y exigir a nuestras autoridades asumir con responsabilidad la representación política por la cual han sido electas. Implica tener la política vigilada, romper con ese sonambulismo institucional que nos tiene atascados para asumir el protagonismo y la beligerancia del cambio político y social que queremos para nuestro país.