Se suponía que la tecnología digital dispersaría el poder. Los primeros visionarios de internet esperaban que la revolución que estaban desatando empoderara a los individuos para liberarse de la ignorancia, la pobreza y la tiranía. Y por un tiempo, al menos, así fue. Pero hoy, algoritmos cada vez más inteligentes predicen y moldean nuestras decisiones, habilitando formas de vigilancia y control centralizados, opacos y sin rendición de cuentas, más eficaces que nunca.
Eso significa que la próxima revolución de la IA podría volver más estables a los sistemas políticos cerrados que a los abiertos. En una era de cambios rápidos, la transparencia, el pluralismo, los contrapesos y otros rasgos clave de la democracia podrían convertirse en debilidades. ¿Podría ser que la apertura que durante tanto tiempo dio ventaja a las democracias termine siendo la causa de su caída?
Hace dos décadas esbocé una “curva en J” para ilustrar la relación entre la apertura de un país y su estabilidad. Mi argumento, en resumen, era que, mientras las democracias maduras son estables porque son abiertas, y las autocracias consolidadas son estables porque son cerradas, los países atrapados en el desordenado medio (el punto más bajo de la “J”) son más propensos a quebrarse bajo presión.
Pero esta relación no es estática; está moldeada por la tecnología. En aquel entonces, el mundo surfeaba una ola de descentralización. Las tecnologías de información y comunicación (TIC) y el internet estaban conectando a las personas en todas partes, dándoles más información de la que jamás habían tenido y desequilibrando la balanza a favor de los ciudadanos y de los sistemas políticos abiertos. Desde la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética hasta las revoluciones de colores en Europa del Este y la Primavera Árabe en Medio Oriente, la liberalización global parecía imparable.
Ese progreso, sin embargo, se revirtió. La revolución descentralizadora de las TIC dio paso a una revolución de datos centralizadora, basada en efectos de red, vigilancia digital y manipulación algorítmica. En lugar de difundir el poder, esta tecnología lo concentró, otorgando a quienes controlan los conjuntos de datos más grandes –ya sean gobiernos o grandes tecnológicas– la capacidad de moldear lo que miles de millones de personas ven, hacen y creen.
A medida que los ciudadanos pasaron de ser agentes principales a objetos de filtros tecnológicos y recolección de datos, los sistemas cerrados ganaron terreno. Los avances logrados por las revoluciones de colores y la Primavera Árabe fueron revertidos. Hungría y Turquía amordazaron a su prensa libre y politizaron sus sistemas judiciales. El Partido Comunista de China (PCCh), bajo Xi Jinping, consolidó el poder y revirtió dos décadas de apertura económica. Y de manera aún más dramática, Estados Unidos pasó de ser el principal exportador mundial de democracia –aunque de manera inconsistente e hipócrita– al principal exportador de las herramientas que la socavan.
La difusión de las capacidades de la IA potenciará estas tendencias. Los modelos entrenados con nuestros datos privados pronto nos “conocerán” mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos, programándonos más rápido de lo que podemos programarlos, y transfiriendo aún más poder a los pocos que controlan los datos y los algoritmos.
Aquí, la curva en J se deforma y empieza a parecerse más a una “U” poco profunda. A medida que la IA se extienda, tanto las sociedades fuertemente cerradas como las hiperabiertas se volverán relativamente más frágiles de lo que eran. Pero con el tiempo, a medida que la tecnología mejore y se consolide el control sobre los modelos más avanzados, la IA podría fortalecer a las autocracias y desgastar a las democracias, invirtiendo nuevamente la forma hacia una J invertida cuyo tramo estable ahora favorezca a los sistemas cerrados.
En este mundo, el PCCh podría convertir sus vastos reservorios de datos, el control estatal de la economía y su aparato de vigilancia ya existente en una herramienta aún más potente de represión. Estados Unidos derivaría hacia un sistema más jerárquico y cleptocrático, en el que un pequeño club de titanes tecnológicos ejerce una influencia creciente sobre la vida pública en función de sus intereses privados. Ambos sistemas se volverían igualmente centralizados –y dominantes– a expensas de los ciudadanos. Países como India y los del Golfo seguirían el mismo camino, mientras que Europa y Japón enfrentarían la irrelevancia geopolítica (o peor, la inestabilidad interna) al quedarse atrás en la carrera por la supremacía de la IA.
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Escenarios distópicos como los aquí descritos pueden evitarse, pero solo si los modelos de IA descentralizados y de código abierto logran imponerse. En Taiwán, ingenieros y activistas están creando colectivamente un modelo de código abierto basado en DeepSeek, con la esperanza de mantener la IA avanzada en manos cívicas, en lugar de corporativas o estatales. (La paradoja aquí es que DeepSeek fue desarrollado en la autoritaria China).
El éxito de estos desarrolladores taiwaneses podría restaurar parte de la descentralización que alguna vez prometió el internet temprano (aunque también podría reducir las barreras para que actores maliciosos desplieguen capacidades dañinas). Por ahora, sin embargo, el impulso favorece a los modelos cerrados que centralizan el poder.

La historia ofrece al menos un rayo de esperanza. Cada revolución tecnológica anterior –desde la imprenta y los ferrocarriles hasta los medios de difusión– desestabilizó la política y obligó al surgimiento de nuevas normas e instituciones que finalmente restauraron el equilibrio entre apertura y estabilidad. La cuestión es si las democracias podrán adaptarse una vez más, y a tiempo, antes de que la IA las borre del guion.
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El autor es fundador y presidente de Eurasia Group y GZERO Media y miembro del Comité Ejecutivo del Órgano Asesor de Alto Nivel de la ONU sobre Inteligencia Artificial.