En Alemania, Estados Unidos, Brasil y otros países, la ultraderecha está ganando terreno. Los detalles varían según el país, pero se repite una pauta sorprendentemente uniforme: esos avances se dan allí donde las economías no ofrecen bienestar, justicia y seguridad.
Esta observación no es nueva. Antonio Gramsci, Karl Polanyi y otros pensadores del siglo XX diagnosticaron que el fascismo es una respuesta reaccionaria a la inestabilidad capitalista y a los movimientos progresistas que habían surgido para contrarrestar sus excesos. En La gran transformación, Polanyi sostuvo que la desvinculación o «desencastramiento» (disembedding) de los mercados respecto de las relaciones sociales creó terreno fértil para el autoritarismo.
En nuestra época, Nancy Fraser (New School for Social Research) explica cómo el neoliberalismo debilita la solidaridad social y da alas al populismo excluyente. Y otros analistas exponen de qué manera la austeridad y la precariedad dejan a los ciudadanos a merced de narrativas simples basadas en chivos expiatorios.
De modo que la historia muestra cómo el desempleo masivo, la inflación y la pérdida de nivel de vida pueden incubar el extremismo, sobre todo cuando coinciden con la debilidad institucional, la polarización política o narrativas basadas en explotar agravios y temores. Así como la Gran Depresión allanó el camino al fascismo en Europa, la crisis financiera global de 2008 creó las condiciones para una reacción nacionalista en todo el mundo.
Hoy enfrentamos una nueva iteración del mismo ciclo. Alemania al principio se mostró capaz de resistir la tendencia durante la pandemia de COVID‑19, pero después la crisis energética provocada por la invasión rusa de Ucrania la golpeó con especial dureza. Como señalaron los economistas Isabella M. Weber y Tom Krebs, el encarecimiento de la energía repercutió en toda la economía, y las políticas de precios de las empresas amplificaron las presiones inflacionarias. A la par de las dificultades para los hogares, creció el apoyo al partido ultraderechista Alternative für Deutschland.
En Estados Unidos, décadas de desindustrialización, estancamiento salarial y aumento de la desigualdad debilitaron la idea de que cada generación viviría mejor que la anterior. La Ley de Reducción de la Inflación del expresidente Joe Biden fue un ambicioso intento de revivir la política industrial y dar impulso a la tecnología verde, pero su legado resultó efímero. Donald Trump explotó el descontento por la inflación pospandémica y ganó las elecciones de 2024 instrumentalizando la desafección y el malestar de la gente y convirtiendo a los inmigrantes, la globalización y las «élites urbanas» en chivos expiatorios.
Brasil es ejemplo de otra dinámica. Millones de personas salieron de la pobreza en la primera década de este siglo bajo la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva (del Partido de los Trabajadores); pero después muchos vieron revertirse esos avances, mientras que otros se quejan de no estar incluidos en los programas sociales. La revolución digital aumenta la precariedad laboral. Desde su regreso al cargo en 2023, Lula ha intentado recuperar algunos de los avances perdidos, pero tiene ante sí un Congreso dominado por la extrema derecha y sus aliados.
Aunque Jair Bolsonaro ha sido condenado por intento de golpe de Estado, otros líderes brasileños de ultraderecha también prometen un retorno al orden, a la estabilidad y a la fe religiosa, con una retórica que hace hincapié en el espíritu emprendedor y la autosuficiencia. Pero a pesar de su atractivo emocional, la idea de que la culpa de la pobreza es de las personas implica una cínica ignorancia de los obstáculos estructurales contra la movilidad socioeconómica.
Otro factor que también contribuyó al ascenso de las fuerzas de ultraderecha fue la aparición de una serie de perturbaciones globales (rupturas de cadenas de suministro durante la pandemia, volatilidad en los mercados energéticos, conflictos prolongados, los efectos inflacionarios del cambio climático). Son problemas que demandan cooperación transfronteriza, pero los extremistas los explotan para atacar al multilateralismo, al que pintan como un «complot globalista». Encarnación de esta respuesta son los aranceles punitivos de Trump, que presentan el comercio internacional como una competencia de suma cero en la que los extranjeros son enemigos de los trabajadores estadounidenses.
Los movimientos de ultraderecha coinciden en estas narrativas simplistas más que en algún conjunto de políticas. Se trata en todos los casos de un encuadre básico de «nosotros contra ellos». Como señala la socióloga brasileña Esther Solano, estos relatos seducen a quienes se sienten abandonados, e inventan enemigos en los inmigrantes, las minorías, el feminismo, el activismo climático, etcétera. En un mundo binario de ganadores y perdedores, la complejidad desaparece y se imponen mitos de pureza cultural y grandeza nacional.
Para contrarrestar estas narrativas no bastan contraargumentos racionales. Si las raíces del ascenso de la ultraderecha son en gran parte económicas, una nueva visión económica es imprescindible para derrotarla.
Esto implica, en primer lugar, enfrentar la inflación en sus orígenes. La última ola inflacionaria no es tanto resultado de un recalentamiento de la demanda como de perturbaciones del lado de la oferta, especulación y fragilidades estructurales. Pero la ortodoxia económica insistió en la subida de tipos de interés y en la austeridad, que castigan a los trabajadores y a los más vulnerables. En vez de eso, los gobiernos deben utilizar herramientas fiscales (complementación de ingresos, reducción de impuestos sobre productos esenciales, refuerzo de los servicios públicos) para proteger a los hogares, y al mismo tiempo invertir en la capacidad local de uso de energías renovables, en seguridad alimentaria y en fabricación sostenible. Hay que atacar de frente la especulación empresarial, mediante la aplicación de la legislación antimonopolio, normas de transparencia más estrictas y sanciones a la especulación de precios.
Una segunda prioridad es la inversión masiva (y estratégica) en la infraestructura pública. Desde el transporte y la vivienda hasta la salud y la educación, hay que reconstruir el ámbito público. Para garantizar la fiabilidad, equidad y resiliencia climática de los servicios públicos, se puede apelar a la regulación o propiedad pública de sectores clave. Pero la inversión por sí sola no basta. Para restaurar la fe en la subordinación de los gobiernos al bien común, hay que aumentar la transparencia, la rendición de cuentas y el carácter participativo de las instituciones.
En tercer lugar, necesitamos una transición realmente justa a una economía descarbonizada. Una política industrial verde, además de descarbonizar la actividad económica, puede generar empleo y revitalizar regiones rezagadas. Pero una excesiva dependencia del mercado supone riesgo de que la transición verde profundice las desigualdades. La transición energética debe empoderar a los trabajadores, no abandonarlos. Los empleos verdes tienen que ser de calidad: seguros, bien remunerados, sindicalizados y con arraigo en las comunidades. Para ello, la política industrial debe centrarse en la energía limpia, la regeneración de ecosistemas y los sectores relacionados con el cuidado de las personas.
En cuarto lugar, hay que restaurar la confianza en las instituciones. Esto implica mostrar mejoras tangibles en ámbitos como la vivienda asequible, la salud pública y la infraestructura resiliente. También implica democratizar la toma de decisiones. Mecanismos como el presupuesto participativo, las asambleas ciudadanas y las iniciativas climáticas comunitarias pueden dar a la gente una oportunidad de influir en los cambios en vez de sólo presenciarlos.
Por último, para contrarrestar los discursos simplistas de la ultraderecha hay que elaborar nuevas narrativas audaces. Un mensaje de renovación cultural y política debe acompañar la reforma económica. Donde la ultraderecha ofrece miedo, división y chivos expiatorios, las fuerzas democráticas deben ofrecer solidaridad, dignidad y esperanza, sobre la base de una narrativa que haga hincapié en el bienestar colectivo, celebre la diversidad y muestre el progreso como algo posible y real.
La ultraderecha se alimenta de la desesperación, la inseguridad y la exclusión. Retoques periféricos al neoliberalismo no brindarán la seguridad, la dignidad y el sentido de pertenencia que se necesitan para restarle fuerza. Necesitamos un nuevo modelo económico, basado en la sostenibilidad, la justicia y la solidaridad.
La autora es copresidenta del Global Fund for a New Economy (GFNE).