Me siento como el escorpión atrapado en su círculo de fuego, y condenado a clavarse a sí mismo su propio aguijón. El aguijón de la rabia y la amargura. Vivo en medio de jumentos, de alcornoques, de guanajos. Un pueblo envilecido y vulgar, el emblema de un nuevo hito en la historia universal de la mediocridad. Me ahogo, me ahogo. La claustrofobia del espíritu. Inútil hablar, inútil escribir, inútil alimentar siquiera la pretensión de educar. No se puede luchar contra la ola de imbecilidad que barre hoy en día al mundo. Peor en mi país que en ningún otro lugar del mundo: tengo elementos de juicio para afirmarlo.

Era todavía un niño cuando comencé a cultivar la costumbre de coleccionar palabras. Llenaba cuadernos enteros (por ahí están todavía) con todo vocablo cuyo significado desconocía. Me proporcionaba una inexplicable felicidad “adquirir” una palabra nueva. Las atesoraba, las ponía en uso tan pronto se me presentaba la ocasión de hacerlo, y si no yo me encargaba de fabricarla a fin de “estrenarlas”. Nunca apuntaba las definiciones. Sólo las palabras. Ponía a prueba mi memoria constantemente revisando mis listas, y sufría cuando descubría haber “perdido” algún significado.
Gozo, gozo, gozo: apropiación de una nueva parcela, siempre fresca, siempre inédita de la realidad por mor de cada palabra que la designaba. Y construí a través de los años un formidable réservoir de palabras, no como mariposas muertas, traspasadas por el alfiler en sus ataúdes de cristal, no. Eran entes vivos, palpitantes, disponibilidad permanente, acervo susceptible de ilimitada expansión. Fue de la misma manera en que aprendí el francés y el inglés: como un amoroso proceso de thésaurisation.
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Fue así como entendí que es a través de la palabra que se constituye el pensamiento. Mi sentir sigue siendo el mismo: la palabra crea -y antecede- al pensamiento por lo menos tanto como este último determina a la primera. Relación circular, de recíproca fecundación. El paradigma de la complejidad, tal cual lo define Morin. El pensamiento crea la palabra, que a su vez crea el pensamiento. Un productor que es producido por su producto. No la causalidad lineal (la palabra es efecto del pensamiento). No la causalidad retroactiva (la palabra, producida por el pensamiento, termina por modelarlo). Más bien, la causalidad recursivo-organizacional (el pensamiento y la palabra se producen uno a la otra).
Y por esto he sido objeto de censura, a veces de mofa. Desde siempre. Ya en la escuela yo era “el que hablaba raro”. En el colegio me convertí en “el mae más pajoso de la clase”. Hoy en día mis publicaciones periodísticas y literarias son objeto de los mismos reparos, de las mismas imbéciles objeciones, pesadas, ciegas, sordas e inamovibles como monolitos: “don Jacques se las da de culto inventando palabras raras”, “para leer a don Jacques hay que tener a mano un diccionario”, y la peor de las mentecateces: “don Jacques usa muchas “palabras de domingo”. Lo que urge comprender es que para mí todos los días son domingos.
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Mis compatriotas me han castigado por amar la palabra, porque en el fondo de eso se trata: de amor en el sentido más puro del término. Caro he debido pagar mi pecado de hybris. Sigo y seguiré siempre pagándolo. No entiende, mi pobre gente, que a la palabra desconocida no hay que temerle. No entiende que mi intención, al usar un vocablo desconocido, no es agredirlo, humillarlo, desnudar su ignorancia, establecer una estructura vertical de superioridad. No entiende mi entusiasmo lingüístico, no entiende que mi deseo no es otro que el de compartir -¿y qué otra cosa es la pedagogía?- mi gozo. No entiende mi amor por la precisión, por la exactitud, mi permanente esfuerzo por cristalizar mi pensamiento en la palabra limpia y puntual, esa, la única -¡siempre es una sola!- en que la idea busca encarnarse. No basta con seleccionar un vocablo “correcto” o “adecuado”: debo encontrar le mot juste. No entiende que esa idea es siempre un ser desesperado, pidiendo a gritos la formulación verbal, y que no dársela es un acto tan criminal como asesinar a un niño que se asoma ya a la vida. No entiende que en mi actitud ante el lenguaje no hay ostentación ni petulancia. No entiende que para mí es un asunto de vida o muerte. No entiende, no entiende.
Y es así como he debido crecer y desarrollarme bajo un régimen lingüístico esencialmente fascista: el problema no es tanto lo que se dice, sino lo que no debe decirse. Las palabras prohibidas. El techo del discurso. Lo que nunca, bajo ninguna circunstancia, debe proferirse. La mordaza. Envidiecillas mal disimuladas. Alzamiento en armas de los resentidos sociales -valga decir, del noventa por ciento de los costarricenses-. Y en medio de todo ello, la más irónica y oblicuamente manifestada forma de admiración. Pero ese es precisamente el problema: ¡yo no necesitaba que me admiraran, me hubiera bastado con que me comprendieran! ¿Era eso mucho pedir?
Tomaron mi regalo por agresión, el don de mí mismo por un vulgar desplante de superioridad. La imbecilidad de mi gente es endémica e irremediable. La chatura intelectual del costarricense medio es cada vez más aplastante. Hay ya colonias de delfines y chimpancés entrenados que tienen un “léxico” (un sistema sígnico) superior al de cualquier estudiante de secundaria de mi país. Vocabulario sub-delfínido y sub-simiesco, el nuestro.
Yo, entretanto, me asfixio. El escorpión, el escorpión en su círculo de fuego.