Hace muchísimos años, cuando la informática era joven y los periodistas de tecnología y los directores de comunicación (dircom, en la jerga) de las mega corporaciones nos íbamos a tomar café sin la presencia de un séquito de asistentes de prensa, a charlar de bueyes perdidos, de nuestras realidades y de la increíble revolución que se venía y que todavía pocos se animaban a ver, aprendí mucho acerca de la abismal diferencia que hay entre lo que una corporación parece y cómo se autopercibe.
Lo mismo pasa con el periodismo, no voy a negarlo. La diferencia es que en este caso es Hollywood el que mitifica el oficio y nos hace ver como una mezcla de James Bond con Clark Kent. Si quieren ver una película que muestra lo devastadora (anímica y físicamente) que puede ser una investigación periodística real, vean Spotlight.
Viceversa, la imagen que dan hacia afuera las corporaciones es un relato creado mayormente de forma voluntaria. Es parte del producto, de la imagen de marca, del negocio. Si me lo preguntan, las compañías tienen derecho a elegir la imagen que quieren dar; después de todo, a la larga o a la corta, lo que importa es la calidad de los productos que reciben los clientes. Por aquello de que podés engañar a unos pocos durante mucho tiempo o a muchos durante un breve período, pero no podés engañar a todos todo el tiempo.
Google siempre quiso verse cool. Intel, confiable. IBM, formal y seria (hubo una época en la que no podías entrar en sus oficinas sin llevar corbata; en serio, me pasó).
Microsoft, por su lado, la iba de Juggernaut, de gigante imparable que se lleva el mundo por delante. Pero en aquellas charlas de café me fui enterando de que internamente las cosas eran muy diferentes. “Ariel, acá estamos todo el tiempo temiendo que aparezca alguien que nos borre del mapa”, me confió en una de esas charlas un dircom de Microsoft, 25 años atrás. Ya prescribió, digamos, y hoy Microsoft pasó por su gran susto, cuando quedó fuera de la revolución móvil, y, bajo el mando del astuto Satya Nadella, consiguió reinventarse, rotar su negocio hacia la Nube y volver a pelear el primer puesto entre las compañías más valiosas del mundo. Se lo disputa con Apple, nada menos, su rival de siempre, que la iba en esa época de descontracturada y que, sin embargo, en su interior, era de las más verticalistas de la industria.
El señor Puertas inventa las ventanas
Todo saben quién es Bill Gates. Programador precoz y nerd hasta la médula, fundó Microsoft con Paul Allen en 1975, el momento exacto para quedarse con todo, aprovechando una serie de oportunidades de esas que se dan una sola vez en la vida.
Firmó con IBM un acuerdo que todavía se estudia en las escuelas de negocios, y confió en que las computadoras personales se venderían como pan caliente. No muchos creían en eso. Ni siquiera IBM. Así que por muy poco dinero le concedió a IBM el sistema operativo para la primera PC –que en realidad era obra de Tim Patterson, de Seattle Computers, por el que Microsoft pagó 50.000 dólares– y acordó percibir una pequeña suma por cada computadora que se vendiera con ese sistema. Eso sí, tal como hizo Intel (esto me lo contó en Chile el ejecutivo de Intel que le había vendido el microprocesador para la primera PC a IBM), preservó el copyright del sistema operativo, llamado MS-DOS. MS es por Micro-Soft, que fue el nombre original de la compañía, y que se le había ocurrido a Paul Allen. Al retener el copyright, cuando aparecieron los clones, el dinero empezó a entrar en Microsoft a raudales.
Como hoy sabemos, se vendieron cientos de millones de computadoras personales, Microsoft se transformó en un gigante (lo mismo que Intel), y el resto es historia bien conocida. En 2000, veinte años después de aquél acuerdo histórico con IBM, Bill estaba quemado. Aunque se lo ha pintado y él mismo tenía la costumbre de actuar como alguien muy distante, incluso de características robóticas –al punto que, en tono de broma, solía asociarse a Microsoft con los Borg–, estar al frente de una corporación como Microsoft en esa etapa turbulenta habría sido mucho para cualquiera. En ese período vi bajarse a dos dircoms basados en Buenos Aires. “Voy a dedicarme a algo más tranquilo”, me dijeron, con un suspiro. Ambos siguen siendo mis amigos hoy.
Bill también se cansó y dejó en su lugar al que parecía (pero estaba lejos de ser) el mejor candidato, su compinche de la universidad y confidente incondicional, Steve Ballmer. Ballmer iba a romper todo, hay que decirlo, porque Gates eligió a la persona equivocada en el momento equivocado. Pero ese es un problema siempre latente en estas compañías muy personalistas, en las que una figura le impone su impronta a toda la organización. Microsoft era Bill Gates y Bill Gates era Microsoft. Otro tanto había pasado en su momento con Apple y Steve Jobs. El problema es que si bien Ballmer y Gates operaban como un dúo, Ballmer no podía ocupar el lugar de Gates.
Un desvío con micrófonos
Entrevisté a Steve Ballmer en un hotel de la ciudad de Buenos Aires hace más de diez años. Ballmer me impresionó mucho por dos motivos. Primero, por la diferencia que había con el energúmeno desquiciado que había visto gritar “Developers! Developers! Developers!” con la camisa empapada de sudor. El sujeto que tenía ahora sentado enfrente era un sujeto calmo, de traje impecable y voz amable. Segundo, la enorme cantidad de información que tenía en su cabeza sobre la Argentina. Datos demográficos, principales industrias, economías regionales, PBI, empleo, reservas, pobreza, y así. Pensé que posiblemente sabía más de la Argentina que muchos políticos argentinos. Pero pasó algo más.
La gente prensa de Microsoft me llamó poco antes de la entrevista para preguntarme si tenía algún problema en que Microsoft me pusiera un micrófono para grabar la conversación con Ballmer. Me pareció absurdo que me lo preguntaran, cuando podían poner un grabador ahí sobre la mesa, y listo. Es una entrevista, todo lo que se hable ahí es on the record, no hay secretos. Así que pasaba algo más. Pregunté qué era lo que querían hacer exactamente. Querían ponerme un micrófono. ¿What?

Había algo muy distorsionado en esa propuesta. Les dije que no, que esto era un reportaje y que los únicos que poníamos micrófonos éramos nosotros, los periodistas. Me respondieron que era condición para hacer el reportaje. Les respondí que entonces se cancelaba el reportaje, que muchas gracias, y corté. Supongo que se quedaron un poco descolocados, porque era raro que un medio se negara a entrevistar al Número 1 de Microsoft. Pero más raro era que una compañía pretendiera microfonear a un periodista. Algo estaba pasando.
Previsiblemente, al rato volvieron a llamarme, pero esta vez para preguntarme si tenía algún problema en que le pusieran un micrófono a Ballmer. “¿A Ballmer?”, pregunté, perplejo. “Sí, porque lo que quiere el directorio de Microsoft es tener registro oficial de lo que responde en los reportajes.”
Esta es una muestra del clima que se vive dentro de estas grandes corporaciones. Por entonces a Microsoft le estaba pasando lo que siempre habían temido. Les había salido algo que no habían previsto y que se estaba devorando sus negocios: el iPhone, la movilidad. Y Ballmer estaba en la mira.
Billy the Kid
Hay muchas clases de corporaciones. Algunas nacen marcadas por la personalidad de su fundador (como Ford) y luego se establecen como una organización más impersonal, con decisiones menos emocionales. Esto no siempre es bueno en tecnología. El iPhone, por ejemplo, fue una corazonada de Jobs, y el directorio no estaba de acuerdo. Así que existe en este punto un balance delicado. Jobs desobedeció y con eso cambió muchas cosas en el mundo, además de poner a Apple en la cima; pero no todos los CEO se atreven a ser así de díscolos e idiosincrásicos.
En el medio están las organizaciones como Microsoft, Apple e Intel, marcadas por las personalidades de sus fundadores más carismáticos: Bill Gates, Robert Noyce y Steve Jobs, respectivamente. Así que aunque no hay duda de que Gates fue un pionero, y que fue inesperado porque se aguardaba de él que siguiera una carrera de leyes, como su padre, su vida y su obra son tan conocidas que sería redundante volver a contarlas aquí. Es mucho más interesante indagar en sus ancestros y en sus primeros años de vida. Ahí aparecen varias sorpresas. Y varias claves para entender la personalidad del señor Gates.
La revolución digital fue claramente la Fiebre del Oro del siglo XX. Pues bien, Bill Gates, que nació como William Henry Gates III (por eso de niño lo apodaban Trey, que es una forma de decir tres en la jerga de los naipes), es el hijo de William Henry Gates II, nacido en 1925 y fallecido en 2020 a los 94 años. Este William H. Gates, abogado y filántropo, era hijo a su vez de Lillian Elizabeth Rice y otro William Henry Gates, en este caso Junior. ¿Por qué Junior? Porque era el hijo del primer Henry William Gates, que tenía una mueblería y que, vaya coincidencia, se habían enganchado a buscar oro en la Fiebre del Oro del siglo XIX. En Alaska, para más datos. (Hubo, dicho se paso, un colono estadounidense llamado Bill Gates en la misma época y en el mismo lugar que el bisabuelo del fundador de Microsoft, pero al parecer no había parentesco entre ambos.)

Pero hay más en el pasado del Gates que se hizo célebre con Windows, y es su estatura. No la actual, sino la que tenía en la escuela, cuando todavía no había pegado el estirón. Era pequeño para su edad, y por eso era objeto de lo que hoy llamamos bullying. En su familia, que por parte de la madre traía la tradición de los banqueros de frontera (Nebraska, en este caso), no iban a permitir que al benjamín (en realidad, era el hijo del medio, con una hermana mayor, Kristianne, y una menor, Libby) lo acosaran unos incivilizados. Así que la competencia pasó a formar parte (o ya formaba parte antes) de la cultura familiar. De allí vendría la marcada propensión de Gates a ganar en lo que fuera, un rasgo que se adaptaría muy bien a la fiebre del oro que le tocaría vivir a él, la del cómputo personal.
Nació, como Steve Jobs y Tim Berners-Lee, en 1955. Treinta y tres años después, en la conferencia de prensa que concedió en un enorme anfiteatro colmado, en Buenos Aires, fui testigo de su estilo personal ante cualquier cosa que de alguna forma le resultara amenazante o abusiva. Luego de su charla, se abrió el turno de las preguntas. Como es usual, la primera fue para un canal de televisión (de aire, en ese momento). El movilero, posiblemente repitiendo el libreto que le habían encomendado, le preguntó a Bill:
–Señor Gates, ¿cuál es relación entre Internet y el sexo?
Se hizo un silencio helado. Bill ni siquiera pestañeó. No se le movió un músculo. Solo giró la cabeza, miró a su jefa de relaciones públicas y sin que mediara ni una palabra, la ejecutiva dijo:
–Siguiente pregunta –y le dieron el micrófono a otro periodista.
Bill Gates, bisnieto de un buscador de oro, encontró todo el oro del mundo, aprovechó una oportunidad única, trabajó hasta desmayarse durante años (eso lo contó alguna vez el ingeniero An Wang, fundador de una exitosa compañía de computación que llevaba su apellido), creó el entorno informático que la mayoría de los humanos usa para trabajar cada día, se retiró en 2014 de la diaria del coloso que había cofundado a los 20 años, y ha hecho una enorme obra benéfica. En su momento fue el malo de la película, con incontables juicios por abuso de monopolio que, en muchos casos, tenían una base firme.
Al final, divorcio mediante y con más canas, Gates hoy se muestra más relajado y más humano. Aunque no podemos saber si mostrando ese perfil habría podido plantarse, con escasos 25 años, frente a la plana mayor de IBM para que terminaran firmando el contrato que lo colocó, en su momento, en la posición del hombre más rico del mundo. Lo que soñó su bisabuelo, tal vez. Aunque con silicio en lugar de oro.
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