La educación ha sido muy importante para el desarrollo, pero ahora más aún, cuando se está en la construcción de una sociedad de información y se propone desarrollar una economía del conocimiento caracterizada por la capacidad de innovación de las organizaciones. Ya no es suficiente tener escuelas, como a principios del siglo XX, ni que tengan laboratorios de computación –estando en la segunda década del siglo XXI–. Es crucial que la educación sea de calidad para que la estrategia de desarrollo socioeconómico sea efectiva.
En la calidad de la educación es esencial la formación del maestro. Es un factor más poderoso que la infraestructura física, los métodos de enseñanza, los planes de estudio o los recursos económicos –para citar los factores cogeneradores de la calidad de la educación más importantes- y ha de formarse en sintonía con las demandas de la sociedad.
La calidad de la educación se vivencia en el encuentro cotidiano del educador y los estudiantes. Hay más calidad en la lección de un buen maestro bajo la sombra de un árbol, que en el aula multimedia de un maestro deficiente. Hay quien piensa la educación como alquimista: que solo hasta el final y por medio de un proceso de refinamiento de “una materia pobre”, se obtendrá el resplandeciente oro del espíritu; que basta con subir los peldaños de la pirámide educativa para que el milagro ocurra. Pero la verdad es que, si ocurre un milagro, éste solo se da en el aula, en la comunicación educativa de maestro y estudiantes.
Es cierto, hay que atraer a las mejores mentes para trabajar en la educación y darles una formación de calidad, pero esto solo ocurrirá con la dignificación económica de los maestros (pagarles muchísimo mejor, como lo hace Finlandia) y con una nueva carrera profesional que no debe ser una de las carreras “más fáciles” y sin ser “muy difícil” debe tener profundidad filosófica, humanística y científica.