Nunca me gustó aquel sabor. Era como tomar leche mezclada con polvo de tiza, esa que años atrás entalcaba los borradores de felpa y los pisos de las aulas antes de que los pizarrones de plywood fueran reemplazados —en escuelas y colegios— por pizarras acrílicas.
De manera instintiva yo cerraba los párpados antes de beber el primer sorbo, para no ver los misteriosos y sospechosos grumos que flotaban en la superficie y me hacían pensar en los renacuajos que nadaban en las orillas del río Liberia.
Era curiosa mi manera de actuar ante aquella bebida, pues en lugar de apurar el trago apoyaba el labio inferior en el borde externo del jarro plástico en el que nos servían aquella leche con complejo de atol y apenas abría el labio superior para que el líquido que a veces me sabía a aceite de bacalao ingresara despacio en mi boca, lo más lento posible, a ritmo de marcha fúnebre de caracoles.
La bebida pasaba por encima de mis dientes inferiores como quien salta sobre un muro y se deslizaba por las paredes de la encía hasta asentarse brevemente debajo de la lengua. Luego fluía a ambos lados de este órgano y transformaba la garganta en una cascada que se precipitaba en cámara lenta.
Era un tormento engullir el "alimento" nuestro de cada día. Así lo llamaba la niña Isabel, maestra de aquel grupo de cuarto grado en la escuela Ascensión Esquivel en Liberia, Guanacaste. Así lo llamaban también las cocineras que lo llevaban hasta el aula servido en treinta jarros plásticos colocados sobre una bandeja de madera.
"¡Llegó el alimento!", gritaban las cocineras en cuanto llegaban a la puerta del aula. De inmediato, se me hacía un nudo en el estómago.
Afortunadamente llegó el día en que la niña Isabel notó que para muchos de sus alumnos la hora del "alimento" era la hora del suplicio, el vía crucis matutino, y nos dijo que no había ningún problema si no lo tomábamos. Festejé aquellas palabras.
A partir del día siguiente un total de trece jarros con "alimento" permanecían sobre la bandeja de madera y eran devueltos a la cocina en medio de los reclamos de las cocineras: "Mal agradecidos", "malcriados", "cuánta gente se desearía este alimento", "¡qué vergüenza con los Estados Unidos!"
"¿Por qué vergüenza con ese país?", le preguntamos a la maestra. Su respuesta: "Porque el alimento y los libros que utilizamos son un regalo de los Estados Unidos gracias al programa Alianza para el Progreso que impulsó el expresidente John F. Kennedy, a quien asesinaron en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963". Yo pensé: "Seguro lo mataron por inventar el alimento".
Sin embargo, Ismael, un compañero alto, delgado y descalzo se encargó de hacernos quedar bien con los Estados Unidos. Cada mañana se tomaba, delante de toda la clase, un total de catorce jarras de alimento: la que le correspondía y las trece que habían sido despreciadas.
Ismael, cuyo rostro triste y pálido aparece en mi memoria cada vez que escucho la palabra pobreza, se ponía de pie y se tomaba uno por uno los jarros a velocidad de hambre, al tiempo que todos sus compañeros coreábamos los números del uno al catorce. Un acto de crueldad infantil, un entuerto contra aquel compañero de la triste figura que Don Quijote de la Mancha no habría consentido.
Lo confieso: más amargo que el sabor del "alimento" es el recuerdo de aquella barbaridad que hicimos sin mala intención, pero que muy posiblemente lastimaba la dignidad de aquel amigo que sabía lo que era el hambre y no porque hubiera leído en el diccionario la definición de esta palabra.
Comparto este recuerdo porque de vez en cuando hay que ponerle rostro a la pobreza, recordar que es de carne y hueso, no una estadística, un tema para la demagogia, un título sexi para alguna tesis universitaria.