Cuando no hará tantas semanas publiqué un artículo titulado “Adán y Adán”, sobre la comunidad homosexual en nuestro país, no imaginé el aluvión de correos a los que me haría acreedora.
De entre aquellos que se oponían a la ley de convivencia de parejas del mismo sexo quisiera referirme a los más frecuentes o pintorescos argumentos. Uno de ellos era que la relación homosexual es contranatural, fuente de enfermedades y una onerosa carga para la CCSS; otro, que los gays arruinan a los parientes por estar manteniendo a sus jóvenes amantes; otro, que legitimar la relación gay es atentar contra la familia; y por último, que propicia su eventual derecho a adoptar niños.
Respondí que hace su rato la población homosexual se ha preocupado por informarse y protegerse del sida a diferencia de, por ejemplo, las vulnerables esposas fieles expuestas a maridos adúlteros que no se protegen, y a los que no osarían jamás exigir uso de condón en una relación conyugal.
En cuanto a arruinar a sus familias, lo frecuente es encontrar parientes que explotan económicamente a los gays a cambio de tolerancia de su “enfermiza” condición.
Por otra parte, dudo que la legitimación de la pareja del mismo sexo atente contra la familia o propicie que la población reconsidere su orientación sexual. ¿Acaso si la Iglesia, en un arrebato, declarara que la homosexualidad es bien vista a los ojos de Dios, crecería violentamente el número de homosexuales? ¡Por favor!
En lo que respecta a su eventual derecho a adoptar, opino que el PANI deberá estudiar la experiencia en otros países y dar a los niños en adopción si las parejas reúnen las condiciones que la institución exige, sean homosexuales o no. No es por el simple hecho de ser hijo de una pareja heterosexual, que pensaremos que un niño está protegido…
En fin, entre tanta argumentación exaltada no puedo evitar recordar aquella pancarta que desplegaron hará sus décadas, en una manifestación de lesbianas: “Si el sida es una maldición divina, nosotras somos el pueblo elegido”.