Las últimas semanas hemos visto rebelión ciudadana en Bielorrusia. El dictador Lukashenko se quiso reelegir y el pueblo dijo no. Empero, detrás de la lucha democrática hay otro conflicto.
Terreno plano, sin obstáculos naturales, históricamente ese país ha sido ruta para invadir Rusia. Desaparecida la URSS, las exrepúblicas independientes, vecindario cercano de Putin, causan inquietud. Durante la Guerra Fría, el rival militar occidental más cercano se encontraba a 1.600 kilómetros de San Petesburgo, ahora a menos de 200 kilómetros.
La implosión soviética provocó la desaparición de zonas de amortiguamiento entre Occidente y Rusia, así como expansión de la OTAN hacia el Este, generando paranoia en el Kremlin, la anexión de Crimea y conflicto en Ucrania.
En medio de las contradicciones está Bielorrusia y aunque Lukashenko aparenta autonomía, su dependencia de Moscú es grande. El 49% de sus intercambios comerciales son con Rusia, gasoductos y oleoductos rusos atraviesan su territorio y Putin quiere unión política.
El régimen, residuo del sovietismo, causa tensiones entre autocracia y deseos democráticos de la sociedad civil. El conflicto interno se articula con la geopolítica.
Rusia tiene varias opciones: intervención militar para estabilizar a su aliado, dejar que el dictador se derrumbe, acuerparlo atrayendo el rechazo de los ciudadanos, o facilitar una transición suave-constitución y elecciones-.
Putin ofreció formar una fuerza especial de reserva, pero la intervención militar tiene costo político, tanto a nivel mundial como europeo, transformando a los bielorrusos en enemigos acérrimos.
El conflicto de baja intensidad ucraniano no puede repetirse, pero la audacia de Putin podría no tener límites, con graves consecuencias para la paz mundial.