Vivimos una época en la que la riqueza ya no cabe en cajas fuertes ni se mide solo en metros cuadrados. Una parte creciente del patrimonio de las personas, y especialmente de quienes han acumulado activos a través de la innovación o la tecnología, existe hoy únicamente en el mundo digital: billeteras de criptomonedas, NFTs, archivos en la nube. Pero también fotografías familiares almacenadas en la nube y cuentas de redes sociales pueden, por su alcance o valor sentimental, convertirse en bienes de relevancia económica.
Sin embargo, cuando una persona fallece, esos activos suelen quedar atrapados en una especie de limbo jurídico. El derecho sucesorio, diseñado para bienes tangibles y localizables, tropieza con los nuevos desafíos de un mundo donde la herencia puede ser una clave alfanumérica o un smart contract.
En Costa Rica, la legislación civil no distingue aún entre patrimonio físico y digital. Cuando se redactó el Código Civil lo digital no era ni siquiera imaginado. Un testamento que dispone sobre “bienes muebles e inmuebles” podría excluir inadvertidamente todo aquello que no tiene soporte material. Lo que se almacena en la nube, lo que se cifra en una blockchain o lo que depende de una contraseña puede, en la práctica, perderse para siempre.
Se trata de un vacío preocupante, y no solo en Costa Rica, sino a nivel global. Si un heredero no conoce las claves privadas de una billetera de criptomonedas, las monedas quedarán bloqueadas para siempre. Si un albacea o un fiduciario no tiene acceso a la cuenta de correo o a los repositorios digitales del causante, podría verse impedido de cumplir con la voluntad del testador.
La planificación sucesoria tradicional no fue concebida para estos escenarios. Redactar un testamento hoy exige un lenguaje que abarque expresamente los activos digitales, y un sistema de custodia que garantice tanto su seguridad en vida como su transferencia ordenada tras la muerte.
Incluso cuando existe la voluntad de ordenar la herencia digital, los obstáculos técnicos y normativos son considerables. La mayoría de los proveedores internacionales de servicios en la nube o redes sociales se ampara en las leyes de protección de datos que impiden entregar información post mortem sin una autorización previa o una orden judicial.
Algunas plataformas han introducido la figura del digital legacy contact, una persona designada en vida para administrar las cuentas después de la muerte, pero su implementación aún es incipiente y restringida a las plataformas que lo contemplan. En Costa Rica, si bien el artículo 7 de la Ley de Protección de la Persona frente al Tratamiento de sus Datos Personales permite que los herederos ejerzan los derechos de acceso, rectificación y supresión de los datos del fallecido, no existe un régimen sucesorio específico ni se regula el destino de los activos, datos personales o contenidos digitales tras la muerte del titular.
¿Quién decide qué correos, fotografías o documentos deben preservarse? ¿Y quién garantiza que el acceso a esa información no vulnere la intimidad de terceros?
La descentralización de los activos digitales añade una complejidad adicional: su ubicación jurídica. Un bien inmueble se inscribe en el registro de un determinado país o localidad; una cuenta bancaria se asocia a una entidad financiera local. Pero una criptomoneda puede existir simultáneamente en miles de nodos dispersos por el mundo. ¿Qué juez tiene competencia sobre algo que no está en ninguna parte?
La respuesta, por ahora, es incierta. La jurisprudencia comparada comienza a reconocer a los criptoactivos como bienes susceptibles de propiedad, lo que permitiría su inclusión en testamentos o fideicomisos. No obstante, la transferencia efectiva de esos activos dependerá siempre del acceso técnico, más que del reconocimiento jurídico.
En este contexto, la inteligencia artificial empieza a ocupar un nuevo rol. Los sistemas basados en IA pueden administrar claves, ejecutar instrucciones testamentarias o incluso interactuar en nombre del fallecido. Ya existen herramientas capaces de gestionar legados digitales, enviar mensajes póstumos o preservar la voz y la imagen de una persona. Aunque estas aplicaciones prometen eficiencia y continuidad, también abren dilemas éticos y jurídicos sobre la autenticidad, la privacidad y los límites del consentimiento más allá de la muerte.

La irrupción de la inteligencia artificial no simplifica este escenario: lo multiplica. El patrimonio digital del futuro estará compuesto tanto por bienes creados por humanos como por sistemas autónomos que generan información, arte y decisiones. Heredar en la era de la IA no será solo una cuestión de propiedad, sino también de quién tiene derecho a preservar o incluso replicar la identidad digital del fallecido.
A medida que la vida se digitaliza, también debería hacerlo la planificación de la muerte. No se trata solo de proteger la riqueza, sino de evitar el extravío –material y simbólico- de una parte de nuestra historia. Un plan de herencia digital responsable debería contemplar tres elementos:
- Inventario de activos digitales, con su valor económico o sentimental.
- Mecanismo seguro de custodia de claves, como gestores de contraseñas o custodios digitales.
- Instrucciones testamentarias específicas, que determinen quién puede acceder, conservar o eliminar esos contenidos.
El derecho costarricense aún no ofrece respuestas claras, pero el vacío normativo no exime la responsabilidad individual. Así como en su momento aprendimos a otorgar un testamento para repartir bienes materiales, hoy debemos aprender a planificar el destino de lo intangible.
El derecho sucesorio fue creado para repartir bienes, pero en la era digital, heredar no es solo poseer, sino decidir qué parte de nosotros seguirá existiendo cuando ya no estemos.
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El autor es abogado especialista en tecnología, medios y telecomunicaciones.