La inteligencia artificial se suele presentar como preanuncio de un futuro próspero y más eficiente. Pero las máquinas que impulsan esta revolución dependen de un recurso mucho más antiguo (y mucho más disputado) que los datos o la electricidad: el agua.
Como pone de manifiesto el reciente Atlas del Agua de la Fundación Heinrich Böll, el veloz crecimiento de la IA está agotando reservas locales de agua en todo el mundo, desde Chile (un país azotado por la sequía) hasta Sudáfrica. Su huella física refleja una nueva forma de extractivismo colonial; en vez de plata y soja, ahora es el agua para refrigeración, que mantiene en funcionamiento la economía digital.
El debate sobre el consumo energético de la IA se centra en el suministro de energía necesario para entrenar y usar grandes modelos lingüísticos, pero se suele pasar por alto la cantidad ingente de agua requerida para refrigerar los centros de datos, por no hablar de la que se usa en la producción de energía y en la fabricación de hardware.
ChatGPT es un buen ejemplo. El entrenamiento de GPT‑3 demandó unos 700.000 litros de agua sólo para refrigeración. Un estudio de Greenpeace estima que en 2030, los centros de datos consumirán 664.000 millones de litros por año (contra 239.000 millones en 2024).
Los beneficios de la IA se concentran en el norte global, pero sus costos ambientales caen cada vez más en el sur global. En 2023, hubo protestas masivas en Uruguay por un proyecto de centro de datos de Google, mientras el país sufría su peor sequía en setenta años. Al agotarse los embalses, las autoridades empezaron a bombear agua salobre desde el estuario del Río de la Plata a los sistemas públicos, al tiempo que concedían a Google permisos para usar las reservas de agua dulce restantes, mientras familias de clase trabajadora tenían que hervir el agua salada obtenida del grifo para beberla.
Un conflicto similar se ha desarrollado en Chile, uno de los países latinoamericanos más propensos a sequías. En la comuna santiaguina de Cerrillos, había un plan de Google de instalar un centro de datos que según los cálculos consumiría 7,6 millones de litros de agua al día, más o menos lo mismo que toda la comunidad en un año. En respuesta, los activistas del grupo local MOSACAT lanzaron una campaña política y en los tribunales, que obligó a rediseñar el sistema de refrigeración y repetir la evaluación ambiental.
Estas luchas comunitarias ponen de relieve una pauta ya conocida, donde las empresas y los gobiernos presentan los centros de datos como motores de modernización mientras minimizan los costos ambientales. En la región mexicana de Querétaro, donde las comunidades rurales e indígenas ya enfrentan una grave escasez de agua, los problemas van mucho más allá del agotamiento de las reservas: los motores diésel de los generadores de respaldo provocan contaminación atmosférica y acústica; se acumulan residuos electrónicos importados del norte global; y la creciente demanda de terrenos, vivienda y electricidad aumenta los costos y genera tensión sobre las infraestructuras locales.
De poco ha servido la regulación para frenar esta expansión o mejorar los estándares ambientales. Aunque la Ley de IA (2024) de la Unión Europea exige transparencia sobre la demanda de energía y el poder de cómputo, no dice nada sobre el uso de agua. Incluso la Directiva de Eficiencia Energética, que obliga a los centros de datos a informar sobre el consumo de agua, sólo se aplica a los que están dentro de la UE. Además, informar no es lo mismo que reformar: es común que la eficiencia (limitada por la tecnología y por la paradoja de Jevons, que se produce cuando el aumento de eficiencia genera más demanda de un recurso) distraiga de la cuestión más profunda de la suficiencia.
Al mismo tiempo, muchas economías en desarrollo compiten por la inversión tecnológica mediante generosas exenciones impositivas y agilizando la concesión de permisos ambientales, con mínima supervisión. Los gobiernos tienden a presentarlo como promover la soberanía de datos, pero en última instancia el poder lo tienen las megatecnológicas. Además, a pesar de las promesas oficiales, los centros de datos crean pocos puestos de trabajo, y las desigualdades estructurales siguen impidiendo el crecimiento de industrias de IA locales. Por ejemplo, la política de centros de datos de Brasil ha sido objeto de críticas por su énfasis en atraer a grandes empresas tecnológicas sin ofrecer condiciones de competencia justa a las empresas locales.
Otro eslabón débil son las evaluaciones de impacto ambiental. Está comprobado que suelen ser incompletas, inexactas o exentas de escrutinio público. En Chile, las autoridades regulatorias aprobaron el proyecto de Google a pesar de que había problemas sin resolver en lo referido a los derechos sobre las aguas subterráneas. En México, los activistas pasaron meses luchando para acceder a documentación sobre el uso del agua. Y en Sudáfrica y Brasil, las empresas suelen negociar directamente con los ministerios nacionales, eludiendo a las autoridades locales.
Se plantea así una pregunta fundamental: ¿quién tiene derecho a opinar cuando el crecimiento digital depende de fuentes de agua locales? Igual que los beneficios, la distribución de los riesgos de la IA es desigual. Muchas comunidades latinoamericanas y africanas que se oponen a los centros de datos no están rechazando el progreso, sino tratando de redefinirlo. Con su defensa de las reservas de agua, cuestionan la fantasía de que es posible una expansión digital infinita en un mundo de recursos finitos.
El problema no es de innovación, sino de distribución. Ya existen sistemas de refrigeración sostenibles que usan agua reciclada, salina o de lluvia, y sistemas basados en el aire y en la recuperación de calor que pueden reducir todavía más el uso de agua dulce. Pero las empresas tienen pocos incentivos para adoptar estas alternativas cuando el agua es barata, no está regulada y no aparece en los balances. Otro problema más profundo reside en la propia naturaleza de la IA: sus cálculos intensivos exigen un consumo de agua cada vez mayor.
Para resolver estos problemas es necesario compatibilizar las ambiciones tecnológicas con la realidad de la creciente crisis climática y ecológica en desarrollo. De lo contrario, el crecimiento descontrolado de la IA puede convertir regiones con escasez de agua en zonas de sacrificio.
Esta tarea (dar forma a un futuro tecnológico humano y sostenible) no es algo que los individuos y las comunidades puedan lograr por sí solos. Las dirigencias políticas deben tomar medidas urgentes para democratizar la toma de decisiones, garantizar la rendición de cuentas y poner la innovación tecnológica en sintonía con los límites planetarios.
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Friederike Rohde es investigadora asociada del Laboratorio de Ética de la Universidad Técnica de Berlín. Paz Peña es Mozilla Senior Fellow.