Newport Bearh. Según se acerca el quinto aniversario del desordenado desplome del banco de inversión Lehman Brothers, algunos analistas repasarán las causas de un repentino frenazo mundial, sin precedentes y causante de enormes trastornos económicos y financieros. Otros describirán las consecuencias de un acontecimiento que aún produce considerable sufrimiento humano y muchos relatarán sus experiencias personales en un momento terrorífico para la economía mundial y para ellos personalmente (como en el caso de autoridades o participantes en los mercados financieros y también los afectados en su vida cotidiana).
Por interesantes que sean esas contribuciones, ojalá veamos también un análisis de los resultados, anteriormente inconcebibles, que han pasado a ser realidad con profundas consecuencias para las generaciones actuales y futuras sin que nuestros sistemas de gobierno los hayan abordado apropiadamente. Teniéndolo presente, permítaseme ofrecer cuatro de esos resultados.
Poco crecimiento
El primero –y el más transcendental por mucha diferencia– es la continua dificultad que las economías occidentales afrontan para engendrar crecimiento económico sólido y suficiente creación de empleo. Pese a la profunda reducción inicial del PIB en el último trimestre de 2008 y el primero de 2009, demasiadas economías occidentales aún no se han recuperado, por no hablar de conseguir tasas de crecimiento sostenido que compensen la pérdida de puestos de trabajo y de ingresos. De forma más general, solo algunas han superado decisivamente la triplicidad de males que la crisis reveló: una demanda agregada insuficiente y desequilibrada, poca capacidad de resistencia y agilidad estructural y una deuda excesiva y persistente.
El resultado neto no se limita al crecimiento débil, al empeoramiento de la desigualdad de la renta, al elevado desempleo a largo plazo y al alarmante desempleo juvenil del presente. Cinco años después de la crisis financiera mundial, demasiados países siguen rezagados por culpa de sus agotados y anticuados motores de crecimiento. En consecuencia, las perspectivas para una recuperación económica rápida, duradera y no excluyente siguen siendo un grave motivo de preocupación.
Hiperactivos
En vista de esa dura realidad, no es de extrañar que el segundo resultado anteriormente inconcebible se deba a reacciones normativas insuficientes, a saber, el gran desequilibrio persistente entre la hiperactividad de los bancos centrales y la frustrante pasividad de otras autoridades.
La gran sorpresa a este respecto no es que los bancos centrales actuaran decisiva y audazmente cuando los mercados financieros se paralizaron y la actividad económica se desplomó. En vista de su acceso relativamente ilimitado a la emisión de dinero y su enorme grado de autonomía operativa, era de esperar que los bancos centrales fueran los primeros en reaccionar y, además, activa y eficazmente. Así lo hicieron de forma impresionante y mundialmente coordinada.
Lo que sorprende es que, cinco años después de la crisis y cuatro años después de que los paralizados mercados financieros reanudaran su funcionamiento normal, las economías occidentales sigan dependiendo abrumadoramente de los bancos centrales para evitar resultados económicos aún peores. Con ello, los bancos centrales se han visto obligados a alejarse de sus competencias básicas para utilizar sus instrumentos normativos, parciales e imperfectos, durante un periodo demasiado largo.
Ese resultado refleja la polarización política interna en los Estados Unidos y la complejidad de las relaciones regionales en Europa, que impiden planteamientos normativos amplios y equilibrados. Para apreciar la magnitud del problema, piénsese en la repetida negativa del Congreso de los EE. UU. a aprobar un presupuesto anual (por no hablar de aplicar reformas a medio plazo) o las incompletas iniciativas a escala de la zona del euro en un momento de desempleo alarmante y amenazas residuales de trastornos financieros.
Semejante disfunción política ha socavado la capacidad de reacción de otras entidades encargadas de formular políticas, incluidas las que cuentan con instrumentos mejores que los bancos centrales, lo que ha obligado a estos últimos a mantenerse en el primer plano normativo, tendiendo un puente tras otro, mientras esperan que otras autoridades se pongan las pilas. El resultado ha sido la exposición de las economías occidentales a medidas cada vez más experimentales, con considerable incertidumbre sobre las repercusiones a largo plazo del funcionamiento de complejos sistemas de mercado basados en conceptos artificiales.
A escena
El tercer resultado anteriormente inconcebible se refiere a la evolución de los países en desarrollo. Tras haber sufrido inicialmente las consecuencias de la crisis financiera tanto como los países desarrollados (de hecho, más en materia de producción y comercio), esas economías históricamente menos sólidas protagonizaron una recuperación notable, hasta el punto de que pasaron a ser el motor del crecimiento mundial. Sin embargo, en el proceso cayeron en una combinación de políticas desequilibradas que ahora amenazan la continuidad de su crecimiento y su estabilidad financiera.
Falta renovación
Los nuevos riesgos de inestabilidad financiera apuntan a la cuarta y última sorpresa: la falta de una renovación profunda, creíble, sostenible y socialmente responsable, de los principales causantes de la crisis.
Piénsese en los grandes bancos occidentales. En vista de su importancia sistémica, muchos fueron rescatados y, con un continuo apoyo oficial, recuperaron la rentabilidad muy rápidamente. Sin embargo, no se vieron sujetos a la fiscalidad de los beneficios inesperados ni las autoridades modificaron suficientemente los incentivos estructurales que los alientan a correr riesgos excesivos.
En el caso de Europa, solo ahora se está incitando a los bancos a abordar decisivamente sus déficit de capital, problemas de apalancamiento y activos débiles y residuales.
A riesgo de que se me considere un “angustias”, sigo preocupado por la magnitud del retraso que nuestros sistemas de dirección económica han demostrado a la hora de abordar estos cuatro resultados. Cuanto más dure la situación anómala, mayor será el riesgo de que las ramificaciones perjudiciales de la crisis de 2008 sigan teniendo repercusiones, incluso para las generaciones futuras.