Al ingresar al Banco Central, el 19 de noviembre de 1984, el armamento asignado fue una pesada máquina de escribir Olympia, calculadora de escritorio Sharp, grapadora, perforadora de papel, lapicero, una cinta Scotch, una cajita de correctores Korex, y el motivo de mayor realización: el escritorio Rosago, con silla giratoria y teléfono Siemens. Ese espacio de 1,5 m² fue como un alargamiento del hogar, mi lugar en la trinchera laboral diaria.
La forma en que uno ordenaba sus pertrechos sobre el escritorio decía de su personalidad, pero la distribución del contenido en las gavetas era de nuestro ámbito privado.
El primer placer del día era abrir las gavetas, pasar revista al orden de las cosas y reacomodarlas, de ser necesario. Aún hoy, revivo el ruido metálico de las gavetas al deslizarse suavemente por sus rieles y la contemplación de ese pequeño mundo íntimo de mis pertenencias. Luego la ceremonia de extraer lo preciso para la jornada, y ordenarlo sobre el escritorio, procurando el mayor espacio libre al frente.
Ese pequeño protocolo inyectaba energía inicial. Entonces revisaba papeles para concatenar la mente con las tareas pendientes, fijar prioridades y empezar la batalla.
Así fuera una carta, un asiento contable, o una tabla numérica, todo se hacía con la máquina de escribir. El más mínimo error quedaba eternizado en una tachadura, o en el mejor de los casos un burdo remiendo sobre el fondo blanco del corrector, evidencia de poca destreza con el rígido teclado. Era motivo de vergüenza personal; por eso se trabajaba con una elevadísima concentración hasta en los mínimos detalles. Hoy se raya en la ligereza y, con la inteligencia artificial, hasta el conocimiento parece relegado a las aplicaciones tecnológicas.
La invención del fax
Algún tiempo después corrió la noticia de que en el departamento financiero habían adquirido una máquina de fax, invento que nos intrigaba en cómo un documento podía llegar impreso desde lugares remotos a través de la señal del teléfono (no existían las computadoras personales, y menos los teléfonos celulares).
El uso del fax era muy restringido, pues era solo uno para todo el enorme departamento, que rondaría quizás 70 personas. Además de lo caro que era el aparato, se hacía a través de una llamada telefónica fija, que también implicaba una alta erogación.
Yo trabajaba en la sección de Registro y Control de Deuda Externa y, en ocasiones, se hacía menester aclarar diferencias entre nuestros saldos y los de algún banco extranjero. Lo primero era plantear al jefe (Juan Ricardo Jiménez, o Gerardo Ulloa), la idea de enviar un fax. Este valoraba la urgencia, pudiendo negarlo en vista de su costo, y por tanto recurrir al correo formal, con estampillas humedecidas con agua o saliva, y depositados en un buzón del Edificio Central de Correos y Telégrafos. La respuesta de la contraparte buenamente podría tomar semanas o meses, y no necesariamente era definitiva. O sea, piano, piano, si va lontano.
Si el jefe juzgaba razonable hacer la gestión por fax, había un formulario impreso para redactar el texto, y en la parte inferior, los espacios para firmas de quien lo redactaba, y quien autorizaba. El formulario con ambas rúbricas y copia al carbón se llevaba a la secretaria de don Edwin Salas, director del Departamento, quien acumulaba una torre de solicitudes similares, pues solo él podía, finalmente, autorizar o negar el envío, considerando los mismos criterios de oportunidad y costo. Muchas veces me tocó regresar con el formulario desaprobado, y tener que enviar todo por correo físico.

Las circunstancias obligaban a una vida paciente, de mayor esfuerzo físico y mental, pero también con más espacio para el análisis y la reflexión sobre todos los ámbitos, santos y profanos. Tal vez por eso también teníamos más cultura política, y valores más arraigados. Quizás porque no teníamos tantas distracciones tecnológicas, me parece como si los días fuesen entonces más extensos y que gozábamos de una mayor calidad de (pura) vida.
Era un mundo real, vivo, cálido, no virtual: los compañeros, los amigos, el trabajo, los libros, la educación, la familia, el barrio, la comunidad... ¿Mejores o peores? Simplemente otros tiempos.
---
El autor es economista y director del Instituto de Gobierno Corporativo.