¿Por qué a los costarricenses en general nos cuesta tanto discutir con elegancia, mesura y respeto en torno a temas delicados, espinosos, polémicos?
¿De dónde proviene esa resistencia a poner sobre la mesa del debate fundamentado e inteligente asuntos que incomodan, causan escozor, levantan roncha?
¿A qué se debe la actitud de cerrarle la puerta discreta o solapadamente al sano y maduro intercambio de opiniones, visiones y perspectivas que pueden enriquecernos?
¿Qué ganamos con obstruir el derecho a discrepar, disentir, divergir, disputar, replicar, refutar, rebatir, contradecir?
¿Cuándo surgió esa actitud de "mejor me quedo callado para evitar problemas", "me abstengo de opinar para no buscarme enemigos", "en boca cerrada no entran moscas" o "si no hablo quedo bien con todos"?
¿Quién nos vendió la idea de que deliberar es sinónimo de insultar, denigrar, descalificar, amenazar, aplastar, humillar, intimidar, señalar, juzgar, condenar?
¿En serio creemos que se discute para ganar, demostrar que YO y solo YO tengo la razón y que el otro o los demás están equivocados? ¿Se polemiza para inflar el ego o para alimentar el conocimiento?
El placer de la curiosidad
¿Por qué tachar de "imprudente", "incitador", "provocador", "irreverente", "blasfemo", "hereje" a quien piensa diferente y tiene el valor y honestidad de expresar su opinión?
¿Es que nos sentimos mucho más cómodos con dogmas, axiomas, verdades absolutas y criterios infalibles que con la apasionante y formadora aventura de explorar, investigar, cuestionar, dudar, objetar, impugnar?
¿Preferimos someternos y conformarnos con los discursos oficiales en lugar de disfrutar del placer de la curiosidad? ¿Tenemos las neuronas para repetir o para pensar?
¿No sería conveniente aprovechar las oportunidades de debatir —ya sea que las consideremos correctas o incorrectas— con seriedad, profundidad, apertura de mente, respeto, empatía?
¿Qué opinión nos merecen las siguientes palabras del filósofo belga Raoul Vaneigen (1934): "No hay peor manera de condenar determinadas ideas que imputarlas como crímenes. Un crimen es un crimen y una opinión no es un crimen, al margen de la influencia que se le impute. Prohibir un discurso aduciendo que puede resultar nocivo o chocante significa despreciar a quienes lo reciben y suponerles no aptos para rechazarlo como aberrante o innoble. Equivale a persuadirlos implícitamente de que tienen necesidad de un guía, de un gurú de un maestro"?
Discutir civilizadamente es el otro déficit que tenemos pendiente en nuestro país.