El multipartidismo comúnmente se relaciona con una falta de consenso político en Costa Rica, pero el verdadero problema podría ser de calidad, no de cantidad.
La proliferación de agrupaciones ha complicado la construcción de mayorías, y los intentos de acuerdo tropiezan con partidos cada vez más enfocados en el cálculo electoral, sin agendas ni compromisos claros con sectores amplios de la población.
La fragmentación es irreversible: 26 partidos políticos presentaron candidaturas para las elecciones de 2026, según el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), aunque cinco de ellos solo a nivel provincial.
¿Logrará algún día el Estado costarricense funcionar con tanta división?

Multipartidismo histórico
Antes de hablar sobre el multipartidismo, es importante recordar que no se trata de un fenómeno precisamente nuevo en Costa Rica.
Por el contrario, en Costa Rica siempre han existido múltiples partidos políticos, aunque no siempre han surgido ni actuado de la misma manera.
Si quisiéramos contar la historia de los partidos políticos en Costa Rica a partir de la fundación de la Segunda República, podríamos dividirla en tres actos:
— El bipartidismo
Usualmente pensamos que la Segunda República derivó, de inmediato, en el bipartidismo. Sin embargo, esa visión es incorrecta.
Si bien podría decirse que la población se dividió entre los vencedores de la Guerra Civil de 1948 y su contraparte, ese segundo grupo inició como una división de múltiples grupos divididos.
Los vencedores fundaron el Partido Liberación Nacional (PLN) desde 1952; pero el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC) se fundó hasta 1983, como sucesor de varios movimientos políticos que funcionaban por separado y que se habían unido en la Coalición Unidad desde 1976.
En otras palabras, el bipartidismo surgió de otra especie de multipartidismo.
En aquellos tiempos bipartidistas, además, coexistieron otras múltiples agrupaciones, aunque mayormente “de nicho”. Es decir, partidos pequeños, pero consolidados, que apenas aspiraban por algunos escaños en el Congreso.
— El contra bipartidismo
La segunda versión del multipartidismo en Costa Rica llegó como respuesta al desgaste del bipartidismo, que se profundizó desde finales de los años 1990 junto con el registro de múltiples escándalos de corrupción e ineficiencias.
En ese contexto surgieron partidos como Acción Ciudadana (PAC), el Movimiento Libertario (ML) o el Frente Amplio (FA), y también inició el declive de las afinidades partidarias de la población que hasta entonces habían sido la esencia del liberacionismo y el socialcristianismo.
Hoy día, menos del 15% de la población dice tener simpatía por alguna bandera política, según el Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica (CIEP-UCR).
— Las franquicias
La última gran versión del multipartidismo, sin embargo, llegó a partir de 2010.
Resoluciones de la Sala Constitucional derivaron en una flexibilización de los requisitos para crear partidos políticos y eso, a su vez, generó el surgimiento de múltiples agrupaciones que no necesitaron mayor representatividad poblacional para empezar a operar de la misma manera en que ya lo hacían partidos anteriores.
En los años siguientes proliferaron agrupaciones que han funcionado como “franquicias”; es decir, que operan como meros vehículos de candidaturas y que muchas veces carecen de cualquier proyecto de fondo.
El viraje de 2010
Entonces, podría decirse, vivimos en una época multipartidista; pero con poca o nula identidad.
21 partidos políticos nacionales y cinco provinciales eligieron candidaturas para las elecciones presidenciales y legislativas de 2026. Sin embargo, estas no son todas las agrupaciones que existen en el país.
En total, el TSE registra la existencia de 38 partidos inscritos a nivel nacional y 24 a nivel provincial, aunque la mayoría de ellos no participarán en los comicios de 2026.
22 de esos partidos, además, están inactivos. En otras palabras, no han renovado sus estructuras y no han realizado sus asambleas correspondientes en los últimos años, por lo que están “apagados”, al menos por el momento.
La gran mayoría de los partidos inscritos, sin embargo, se han creado en los últimos 15 años.
De los 38 partidos políticos inscritos a nivel nacional, solo 12 surgieron antes de 2010 y, de esa docena, siete están inactivos (5) o no participarán en los comicios del próximo año (2).
Entre los 24 partidos inscritos a nivel provincial, solo siete surgieron antes de 2010 y ninguno está activo en este momento.
Los partidos inactivos no están “muertos”, específicamente. Pueden reactivarse si regularizan su situación en un período de seis meses o más, dependiendo de la carga laboral del TSE.
El estallido posterior a 2010 se relaciona con dos fallos de la Sala Constitucional a inicios de la década pasada. Aquellas fueron dos sentencias que pretendía eliminar “obstáculos” para la participación democrática, pero que en la práctica han servido para la creación de partidos políticos sin mayor estructuras ni programas reales.
Se trata de las resoluciones 09340-2010 y 6592-2011; las cuales declararon inconstitucional que los partidos políticos tuvieran que realizar asambleas distritales para su constitución y habilitaron a las agrupaciones políticas para decidir —sin miedo a penalizaciones o castigos— cuándo sí y cuándo no participar en elecciones.
Según Andrei Cambronero, letrado del TSE, esto se tradujo en dos grandes resultados, principalmente.
Por un lado, los partidos ya no tienen que certificar una amplia representación territorial para establecerse como tales (antes necesitaban realizar 557 asambleas para constituirse y ahora solo poco más de 80) y, por otro, “competir” en elecciones dejó de ser un elemento central en la “razón de ser” de las agrupaciones.
A esas conclusiones llegó el autor en un artículo publicado por varias revistas científicas en 2023, en el cual también exploró la relación de los cambios normativos con el surgimiento de “partidos taxis o cascarón” que “duermen” a la espera de “postulaciones emergentes”.

Menos calidad, más bloqueo
En medio de esa explosión de agrupaciones políticas, lo que se ha frenado es la consecución de grandes reformas.
En los últimos 10 años, por ejemplo, apenas se han logrado grandes acuerdos como la reforma tributaria de 2018; sin embargo, aquello respondió más a una urgencia de corto plazo que a una política de Estado predefinida.
Por otra parte, cuestiones como la sostenibilidad financiera de la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS), el reordenamiento del transporte público o hasta las más recientes crisis en seguridad o educación pública han quedado congeladas, ante el enfriamiento del clima político para los acuerdos reales.
Ese enfriamiento se relaciona con la cantidad de actores, pero también con su calidad. Al menos así lo observan diversos analistas políticos, quienes señalan que ciertamente cuesta más llegar a acuerdos cuando existen múltiples participantes en las discusiones, pero —aún más— cuando esos participantes carecen de programas programáticos en sus ideologías; o cuando su incentivo es más electoral o personal que de servicio.
En materia de ideología y programática, el politólogo Gustavo Araya explicó que la mayoría de los partidos políticos actuales en Costa Rica ya no forman a sus integrantes, no desarrollan programas de gobierno reales y no están conectados con sectores sociales específicos, lo cual hace más difícil que sepan “a dónde tienen que apuntar” cuando se enfrentan a una decisión política.
Por otra parte, la investigadora Carolina Ovares Sánchez subrayó que en ese contexto entonces es usual que terminen imponiéndose más fácilmente el cortoplacismo o el cálculo electoral, pues las agrupaciones terminan definiendo sus posiciones con base en criterios de popularidad y de supervivencia.
A veces, indicó, los partidos también terminan convirtiéndose en pequeños feudos donde grupos de personas luchan por puestos de poder, a los que luego llegan para impulsar agendas personales o simplemente muy pequeñas.
En favor de ese fenómeno también incide el diseño del sistema electoral costarricense, que no incentiva las alianzas programáticas entre varios partidos. A fin de cuentas, la mayoría de los actores políticos del país saben que se requiere de un respaldo relativamente pequeño para alcanzar diputaciones o hasta colarse en la segunda ronda de elecciones presidenciales.
Ese escenario deja como resultado un ambiente poco propicio para grandes reformas y que a veces incluso “premia” su obstaculización. Por ejemplo, bloquear una reforma importante —incluso aunque pueda ser positiva— puede ser rentable en términos electorales, dependiendo de quién impulse el proyecto.
Un ejemplo de esos casos, según Ovares, se manifestó en la oposición al proyecto de tren eléctrico impulsado por el gobierno del expresidente Carlos Alvarado. Por encima de cualquier duda legítima, explicó la investigadora, muchos actores eligieron rechazar el proyecto porque significaba remar en contra del Partido Acción Ciudadana (PAC), que desde el inicio del cuatrienio 2022-2026 tenía un capital político nulo o muy reducido.
En palabras sencillas: la política costarricense se ha vuelto más compleja no solo porque tiene más actores, sino porque esos actores muchas veces prefieren actuar con lógicas electoreras, sin proyectos de gran calado.
“Vemos fragmentación, es cierto. Pero hay algo más que influye en la toma de decisiones y creería que es la caída de la calidad de los actores que las toman”, opinó Ovares.
¿Hay salida?
En medio de este escenario, tanto Ovares como Araya consideran que existen dos espacios de mejora que podrían enderezar la situación del sistema político costarricense: por un lado, se podrían repensar algunas reglas del sistema electoral y, por otro, los partidos políticos podrían intentar fortalecerse.
En materia de las reglas de conformación de partidos políticos, Ovares explicó que podrían impulsarse reformas para que sea más difícil crear agrupaciones y que haya más causales que permitan su desinscripción.
“Hay países en donde un partido político, si no obtiene un 3% o un 5% de los votos válidos, puede perder su personería jurídica”, señaló.
“Eso pasa porque no se considera deseable la representación de microminorías porque entorpece la gobernabilidad”.
Ovares también comentó ideas que podrían fortalecer al sistema de partidos como la prohibición del transfuguismo político (las diputaciones independientes), para dar más solidez a las propuestas que acceden a puestos de poder; la habilitación de las reelecciones parlamentarias, de modo que los diputados puedan tener una carrera política; o la ampliación de la cantidad de escaños en el Congreso, que permitiría una distribución más representativa.
La académica indicó que es poco probable que un país que se abrió al multipartidismo vuelva a un contexto de bipartidismo o un modelo similar, por lo que sería mejor pensar en cómo potabilizar el multipartidismo en lugar de combatirlo. En ese sentido, mencionó que en muchos países de América Latina se requieren mayorías absolutas (más del 50% de los votos) para ganar en primera ronda, lo cual propicia un mayor ánimo de alianzas, más o menos formales.
En cuanto a los partidos políticos específicamente, Araya consideró que las agrupaciones con bases más sólidas deberían de aprovechar sus estructuras para intentar ser más representativos y viables.
La opción contraria, dijo, es que el sistema político cambie por sí mismo y que siga las mismas tendencias autoritarias que ya se observan en diversas partes del mundo, donde las fuerzas políticas democráticas no logran resolver los problemas de la población.
“La popularidad de un autócrata populista como Rodrigo Chaves en Costa Rica —igual que pasó con Bolsonaro en Brasil, con Milei en Argentina o como el propio Trump en Estados Unidos, entre muchos otros ejemplos— lo que evidencia es una propuesta tácita que nace de la misma población", señaló.
“La población lo que te está diciendo es que se necesita simplificar la toma de decisiones y que para eso se requiere una figura fuerte, verticalista, y esa es la opción más popular; aunque no necesariamente la mejor”, puntualizó.
Hugo Picado, magistrado suplente del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) y director del Instituto de Formación y Estudios en Democracia (IFED), explicó que a las autoridades electorales no les corresponde dar recomendaciones sobre posibles reformas o evaluar la conveniencia de las reglas existentes, cuando su criterio no es consultado formalmente. Sin embargo, reconoció que el modelo actual provoca algunas distorsiones.
“Lo que el el Tribunal entiende es que el actual régimen electoral ha facilitado mucho la creación de partidos políticos (...) Hay partidos que mantienen su ritmo a niveles mínimos para no desaparecer y mantenerse inscritos, y eso quizás no sea lo más saludable”, observó.
¿Ingobernables?
En el caso específico del presidente Chaves, el mandatario pasó de decir en su primer discurso como jefe de Estado que “jamás usaría la excusa de que este país no se puede gobernar” a argumentar que el país necesita una Asamblea Legislativa donde 40 o más diputados sean de una misma tendencia y entonces puedan aplicar soluciones, sin tener que acudir a terceros.
Ese planteamiento no solo deja en evidencia frustración por la fragmentación, sino que va mucho más allá de los otros mandatarios en el pasado, que también han externado la complejidad de gobernar en medio de la fragmentación.
Según el exvicepresidente Kevin Casas, secretario general del Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA), las tendencias autoritarias se vuelven más atractivas para las poblaciones cuando las democracias dejan de ser efectivas y eficientes frente a sus necesidades.
Así lo dijo en una reciente entrevista con el diario El País, de España, en la que incluso se preguntó por qué sociedades como las latinoamericanas no se plantean repensar sus modelos presidencialistas; tomando en cuenta que hay otros sistemas parlamentarios o semipresidenciales en donde la gobernanza y las alianzas se vuelven imprescindibles.
Un cambio de sistema de ese tipo, sin embargo, implicaría rediseñar la República que conocemos.
Fragmentado como está, el sistema político costarricense se enfrenta a una gran encrucijada: seguir atrapado en la parálisis, reformarse en mayor o menor medida, o dejarle la mesa servida a la amenaza de quienes piden todo el poder para sí mismos.