Se le atribuye la siguiente oración a Enrique Peñaloza, exalcalde de Bogotá: “Un país desarrollado no es aquel en que todos tienen carro, sino aquel en el que hasta los más ricos utilizan el transporte público”.
Esa frase me encantó desde que la escuché, pero confieso que aún me movilizo en carro.
Por mis estudios y trabajo he vivido en Nueva York, Minnesota, Boston y Zúrich y en todas estas ciudades me movilicé, sin siquiera pensarlo, en transporte público colectivo.
Había trenes, metros, tranvías y autobuses que me permitían movilizarme con seguridad, puntualidad y comodidad; también es cierto que el costo de operar un vehículo particular era muy alto.
El transporte público no era barato, pero ciertamente no costaba los más de $50 diarios que implicaba usar el vehículo privado.
Además, las opciones de transporte público colectivo tenían alta frecuencia, prioridad de paso, carriles exclusivos, sectorización, estaciones multimodales, costo competitivo, estacionamiento de bicicletas, tiendas de conveniencia y lo necesario para ofrecerle al pasajero todos los servicios necesarios.
En estas ciudades se han eliminado casi todos los traslados innecesarios, pues los trámites y compras esenciales se pueden hacer en tiendas locales en cada comunidad y barrio, o por medios digitales o centros de llamadas.
No se necesita un vehículo para resolver los problemas cotidianos.
Si queremos transporte público colectivo, ojalá eléctrico, y que realmente sea atractivo, tenemos que abordar el asunto de manera sistémica.
No se trata solo de poner en circulación unos buses más o un tren, sino de pensar en las necesidades del ciudadano y enfocarse en resolverlas integralmente, al mismo tiempo que se analizan las inversiones con base en un estudio de conveniencia nacional y no en función de negociaciones con grupos de interés o preferencias particulares.